jueves, 12 de abril de 2007

¿Quién cuenta la historia?

Juan José Hoyos

Un relato, sea de ficción o de no ficción, siempre es una historia contada por alguien. El relato no puede contarse a sí mismo. Por el contrario, en todos los casos, requiere de un narrador. Y este es el primer personaje que debe inventar todo escritor cuando cuenta una historia.

De ahí que el punto de vista sea un problema central tanto en los relatos de ficción como en los de no ficción. Tal vez por eso ha preocupado durante muchos años a novelistas, cuentistas, críticos, profesores de literatura y de escritura creativa, y también a los periodistas que escriben crónicas, reportajes, entrevistas o perfiles. Los periodistas que renovaron la tradición narrativa de los diarios y revistas de Occidente, a comienzos de la década del sesenta, tenían esta como una de sus grandes preocupaciones, según lo admite Tom Wolfe en el prólogo a El Nuevo Periodismo:

La voz del narrador, de hecho, era uno de los grandes problemas en la literatura de no ficción. La mayoría de los escritores de no ficción sin saberlo, lo hacían en una tradición británica vieja de un siglo, según la cual se daba por entendido que el narrador debe asumir una voz tranquila, cultivada y, de hecho, distinguida. La idea era que la voz del narrador debía ser como las paredes blanquecinas o amarillentas que Syrie Maugham popularizó en la decoración de interiores... un “fondo neutral” sobre el cual pudieran destacar pequeños toques de color.1

A lo largo de la historia y a medida que se han multiplicado los estudios literarios, el punto de vista ha recibido muchos nombres. Algunos prefieren llamarlo foco de la narración, o sea lugar desde el cual se cuenta la historia. Otros lo llaman pacto narrativo. Otros le dicen voz. Los más pragmáticos, que casi siempre son los escritores y críticos de la escuela anglosajona, optan por designarlo con las palabras del inglés correspondientes a punto de vista: point of view.

Llámese de una forma o de otra, lo cierto es que el punto de vista representa para el autor la decisión más importante a la hora de narrar: el problema de crear su primer personaje, antes de que existan los demás. En otras palabras, crear el narrador, que no es siempre el mismo autor.

Sin saber quién va a contar la historia ningún escritor puede avanzar siquiera un párrafo en un relato, a menos que elija escribir a ciegas.

El problema del punto de vista tiene que ver, entre otras, con estas preguntas: ¿Desde qué perspectiva serán relatados los incidentes de la historia? ¿Quién cuenta la historia? ¿Es el narrador uno de los personajes de la historia?; ¿o es alguien que observa todo lo que pasa, desde afuera del relato y de la acción? ¿Cuánto conoce el narrador acerca de los hechos de la historia? ¿Está enterado el narrador de los pensamientos de uno de los personajes?; ¿o de dos?; ¿o de todos?; ¿o no está enterado de lo que piensa ninguno de ellos? ¿Qué relación tiene el narrador con los lectores? ¿Cuánto sabe el narrador acerca del pasado, el presente, el futuro, los pensamientos, las acciones y los caracteres de los personajes? ¿Cuál es su relación con ellos?
Existen muchas clasificaciones del narrador. Tal vez la más antigua sea la que lo asocia a la persona gramatical de la voz que cuenta la historia, y se habla entonces de narradores en primera, segunda o tercera persona, tanto del singular como del plural.

Algunos novelistas que han estudiado el punto de vista se han detenido en esta clasificación que podríamos llamar la de los autores.

Uno de ellos es el escritor inglés William Somerset Maugham, quien en su libro Diez novelas y sus autores pondera el valor del narrador en primera persona. Estudiando el caso de Moby Dick, la novela de Herman Melville, se atreve a decir que tal vez el mejor narrador de las novelas que él ha leído en su vida es el personaje llamado Ismael, un narrador testigo que habla en primera persona y que sobrevivió a un naufragio.

Sobre el punto de vista, dice Maugham:

Existen dos maneras principales de escribir una novela. Cada una de ellas posee sus ventajas y sus desventajas. Una manera es escribirla en primera persona, la otra es escribirla desde el punto de vista de la omnisciencia. En la segunda, el autor puede decirle a uno lo que piensa si cree que es necesario que nos guíe para seguir su argumento y comprender a sus personajes. Puede describir sus emociones y sus motivos desde el interior. Si uno cruza la calle, el autor puede decirnos por qué lo hace y lo que resultará de ello. Puede describirnos un grupo de personas y una serie de acontecimientos y luego, dejándoles aparte durante un período, presentarnos otra serie de acontecimientos y otra serie de personas, despertando de esta guisa un llameante interés y, al complicar su historia, producir una impresión de la multiplicidad, complejidad y diversidad de la vida.2

Maugham advierte que la novela escrita desde el punto de vista de la omnisciencia corre el riesgo de ser inmanejable, prolija y difusa. El método, por lo demás, exige cosas que el autor no siempre da: tiene que meterse dentro de la piel de cada uno de sus personajes, sentir sus sentimientos, pensar sus pensamientos. Esto sólo puede lograrlo cuando lleva en sí mismo algo del personaje que ha creado. Cuando no ocurre así, el autor únicamente consigue ver el personaje desde el exterior y entonces a este le falta el don de la persuasión, indispensable para hacer que el lector crea en él.

El novelista norteamericano Henry James habló de otro punto de vista, que puede ser descrito como una variedad del método de la omnisciencia. En esta clase de voz narrativa, el autor continúa siendo omnisciente, pero su omnisciencia se concentra en un solo personaje. Así, en su novela Los embajadores, la historia se va relatando a través de lo que ve, oye, siente, piensa y sospecha un personaje llamada Strether. Los caracteres de los otros personajes no están desarrollados.

Según Maugham, “este método da a la novela algo del misterio de un relato policíaco y también la cualidad dramática que Henry James estaba siempre deseando obtener”.
Muchas novelas, sobre todo las llamadas novelas realistas del siglo XIX, fueron escritas empleando el punto de vista de la omnisciencia. Pero contar una historia en primera persona también tiene sus ventajas. Como en el método de la omnisciencia concentrada en un solo personaje, otorga verosimilitud a la narración y obliga al autor a ceñirse al personaje central, dado que sólo puede contar lo que este ha visto, oído o hecho. Otra ventaja es que provoca la simpatía del lector hacia el narrador, pues concentra alrededor de él toda la atención.

Sin embargo, tal método tiene una desventaja cuando el narrador es también el héroe: “se le encuentra demasiado fatuo cuando relata sus victoriosas hazañas y estúpido cuando no ve que la heroína le quiere, cosa que es obvia para el lector”, dice Maugham.3

Hay una variedad de esta voz narrativa que tuvo un inmenso éxito ante todo durante los siglos XVII y XVIII, y es la novela epistolar. Ejemplos de esta clase de novelas son La nueva Eloísa y Las amistades peligrosas. En ellas las cartas están redactadas en primera persona, pero proceden de personajes distintos. Este método tiene la ventaja de ser muy verosímil, pero también tiene sus defectos: es una manera complicada y retorcida de contar una historia, y además la trama principal se despliega ante los ojos del lector con demasiada lentitud. Las cartas, por lo común, son largas y contienen mucha palabrería relacionada con hechos secundarios que poco interesan al lector, quien termina por aburrirse y abandonar el libro.
Maugham sostiene que otra variedad de la novela escrita en primera persona evita los defectos del método y pone de manifiesto todos sus méritos. “Esta es quizá la forma más adecuada y efectiva en que una novela puede ser escrita”, dice el novelista inglés. Y luego agrega:

Este magnífico empleo del método puede ser comprobado en Moby Dick, de Herman Melville. En esta variedad, el autor cuenta la historia él mismo, pero él no es el héroe y la historia que narra no es la suya. Él es un personaje dentro de la historia, y está más o menos relacionado íntimamente con las personas que toman parte en ella. Como el coro de la tragedia griega, él es un reflejo de las circunstancias de las cuales es testigo; puede lamentarse, puede dar consejos, pero no ejerce poder ni influencia sobre el curso de los acontecimientos. Toma confianza con el lector y le cuenta todo lo que sabe, lo que espera y lo que teme, y cuando se siente perplejo, se lo dice francamente [...] El narrador y el lector se sienten unidos en su común interés por el personaje de la novela, por su carácter, motivos y conducta; y el narrador comparte con el lector la misma clase de familiaridad que él goza con los seres de su invención. Obtiene un efecto de verosimilitud tan persuasivo como el que obtiene el autor cuando es él mismo el héroe de la novela [...] sin excitar el antagonismo...4

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Maugham no ahonda en otros puntos de vista porque al parecer, para los propósitos de su ensayo, no le interesan. Pero los críticos, desde el clásico ensayista que sentó muchas de las bases de la crítica moderna —hablo de Percy Lubbock— hasta aquellos de las más recientes escuelas surgidas del movimiento estructuralista, han demostrado que el problema del punto de vista es demasiado complejo, pues no implica solamente la persona gramatical, sino la credibilidad del narrador, su cercanía o su lejanía con la narración misma, su grado de conocimiento de los hechos. Además han señalado que no sólo existe el autor real sino también el autor implícito. Se habla igualmente de narrador homodiegético (el que está dentro de la narración) y narrador heterodiegético (el que está afuera).

Según Teresa Imízcoz,5 profesora de teoría literaria en universidades de España y Estados Unidos, en líneas generales se puede decir que las diversas escuelas y tradiciones literarias se diferencian en el grado de presencia que el narrador tiene en la historia. Esto depende de si se entiende la narración como mostrar (to show) o como contar (to tell). Mostrar equivale a darle mayor importancia a las escenas. En esta línea se halla la tradición narrativa anglo-norteamericana, la cual pretende que el narrador desaparezca en el grado máximo posible en la historia para que sólo tengan relieve los hechos. Un exponente clásico de esta escuela es Henry James, quien apostaba por una narración de corte dramático en el sentido de mostrar los hechos como si sucedieran frente a los ojos del lector, y no en el de contarlos, resumiéndolos. Para James, un buen narrador era el que no aparecía, que no se dejaba ver, pero estaba ahí detrás, dirigiendo la narración. Contar, por el contrario, significa otorgarle prioridad a la voz que narra. En esta otra línea se inscribe buena parte de la tradición europea y sobre todo la francesa, cuyos novelistas y críticos, con excepción de Gustave Flaubert, insisten en que la ausencia total del narrador en el texto es imposible.

Una aclaración importante radica en la distinción entre autor y narrador. El primero es la persona que escribe la historia. El segundo, por su parte, es una figura de ficción creada por el autor y que cuenta la historia. A veces, autor y narrador coinciden, como en el caso de la autobiografía. Pero esto no es lo más común ni en la novela ni en otros relatos de ficción. En cambio ocurre con frecuencia en las historias de no ficción.

Por otro lado, críticos como Wayne C. Booth y Mijail Bajtín han planteado teorías interesantes a este respecto. El primero habla del autor implícito. Booth opina que una novela “mostrada” (showing) no es superior a una novela “narrada” (telling) y que la presencia del autor en el texto es inevitable y fácil de detectar. El llamado autor implícito se sitúa entonces en un nivel intermedio entre el autor real y el narrador. Bajtín, por su parte, sostiene que tras el personaje asoma siempre la imagen del autor.

El asunto se complica aún más cuando el autor real se hace presente en calidad de personaje, como en los casos de Niebla, la novela de Miguel de Unamuno, y “El ejército de las sombras”, el reportaje de Norman Mailer. En ambos, Unamuno y Mailer aparecen con el mismo nombre, el uno alojado en Salamanca y el otro desfilando en una marcha pacifista por una avenida de Washington.

Volviendo a la discusión entre la línea del showing (mostrar los hechos) y la del telling (narrarlos), Teresa Imízcoz asegura que la escuela anglo-norteamericana comete un error al identificar la narración directa con la narración objetiva, pues la presencia del narrador y la personalización del relato, sobre todo en el periodismo y la no ficción, dotan a este de mayor objetividad, ya que el narrador se presenta como investigador, como persona rigurosa y creíble:

Con esto quiero decir que la presencia del narrador no es, en sí misma, indicadora de una mayor o menor objetividad, sino que esta se hallará determinada por el género en el que se use, el pacto de lectura que se establezca, las pautas que el autor dé al lector para detectar la objetividad o no del texto, quedando vinculada la objetividad a la credibilidad que el narrador consiga transmitir al lector o espectador.6
Otros narratólogos que diferencian la dramatización de la narración pura son Roland Bourgneuf y Réal Ouellet. En su libro La novela, los autores hablan del punto de vista como un pacto narrativo que modera la relación entre narrador y narratario o sujeto hacia el cual está dirigida la narración, y lo definen como el ángulo de visión, el foco narrativo o el punto óptico en el que se sitúa el narrador para contar la historia.

Para ellos, la dramatización es el modo narrativo de mostrar la historia y se asemeja mucho al método empleado por la antigua tragedia. También responde a la exhortación de Henry James cuando pedía a los novelistas que escribieran escenas, es decir, que dramatizaran la historia. La narración pura, en cambio, está apuntalada en la voz del narrador, por la cual pasan todos los hechos que se cuentan.

Bourgneuf y Ouellet resumen las posturas frente al punto de vista a lo largo de la historia de la literatura como oposiciones entre la omnisciencia y la visión limitada, entre la dramatización y la narración pura, entre el showing y el telling, y entre la primera y la tercera persona. A estas posturas, según ellos, se agrega recientemente la mayor o menor distancia del narrador frente al tema y la teoría del autor implícito esbozada por Wayne C. Booth.

***

Otro de los autores que más han influido en la narratología durante las últimas décadas ha sido Gerard Genette. En los años sesenta, su distinción entre modo y voz en una narración supuso un hito en la teoría sobre el narrador. Genette distingue tres niveles en la narración:

La historia, que es el contenido, los hechos narrados;
el relato, que equivale a su representación verbal, y
la narración, o el acto de contarlo.

Después de señalar estas distinciones, Genette dice que la voz es la relación del relato con la historia y la narración. A su vez, el tiempo es la relación cronológica entre el relato y la historia. El modo, de otro lado, es la regulación informativa del relato con respecto a la historia. El modo, además, presenta dos modalidades: la focalización (que viene a ser lo mismo que la perspectiva) y la distancia (grados de imitación y narración). En palabras simples, el modo responde a la pregunta de quién ve y desde qué perspectiva lo hace y la voz a la de quién habla. Según esta teoría, voz y modo no tienen por qué coincidir. Al explicar la aparente contradicción, Teresa Imízcoz cita el caso de Truman Capote y su novela Otras voces, otros ámbitos, donde el narrador es omnisciente y en tercera persona, pero la perspectiva desde la que ve las cosas no es siempre la misma.7

Los estudiosos de la narratología han complicado todavía más el problema del punto de vista durante los últimos años al introducir nuevos conceptos sobre el tema. Rimmon-Kenan, por ejemplo, distingue varios tipos de narrador según criterios como el nivel narrativo, el grado de participación, el grado de perceptibilidad y el grado de fiabilidad. De acuerdo con el nivel en que se sitúe el narrador, habla de narrador extradiegético (situado en un nivel narrativo superior a la historia que se narra), narrador intradiegético (se sitúa al mismo nivel de la historia) y narrador hipodiegético (narra una historia que está dentro de la historia principal, como en Las mil y una noches). Considerando la participación en la historia, Rimmon-Kenan diferencia entre narrador heterodiegético (no participa en la historia) y homodiegético (sí participa como personaje). Combinando estas clasificaciones entre sí, este narratólogo llega a hablar incluso de narrador homointradiegético (está presente en la historia y participa en ella) y de narrador hetero-intradiegético (presente en la historia pero sin participar en ella).

***

Sin pretender agotar el tema, puede decirse que hay dos grandes clasificaciones de los puntos de vista: unos más interiores y otros más exteriores.
Los primeros están asociados por lo general a la narración en primera persona gramatical en la que el autor interviene en la historia.
Los segundos se asocian más comúnmente a las narraciones en las que prima la tercera persona gramatical. En ellas el autor permanece casi siempre por fuera de la historia en calidad de observador que registra los hechos pero no interviene en ellos.
Hay un tercer caso, poco corriente: el de las narraciones en las que prevalece la segunda persona gramatical.

Si se profundiza un poco más en el asunto, se puede afirmar que en el periodismo, a la hora de contar, existen cuatro modos básicos, cuatro perspectivas, por decirlo así:

1. Primera persona
2. Omnisciencia
3. Omnisciencia limitada
4. Método objetivo

Cada uno de estos puntos de vista tiene ventajas y limitaciones. Su elección depende del efecto que el autor de la historia desee alcanzar. Hablemos brevemente de cada uno de ellos.

La primera persona

El efecto inicial que provoca es el de un estrechamiento de la visión. Produce un tono de intimidad. Da una impresión de verdad. Acerca al narrador y al lector estableciendo un contacto emotivo, primario, entre ambos. No hay ningún narrador intruso que intervenga en el relato. Introduce al lector en la mente del héroe. Este método obliga a que la historia se cuente desde adentro.

Pero este punto de vista también impone limitaciones: restringe la visión a la de uno solo de los personajes. El que narra hace todo el trabajo: filtra los demás personajes, que necesariamente pasan por él, y a la vez tiene que cuidar la audiencia. Se gasta mucho tiempo dando contexto a la acción, lo que baja el ritmo del relato y vuelve más lenta la acción. Es muy exigente en cuanto al uso del lenguaje: cada palabra que se escriba debe ser acorde con el carácter, la experiencia, la educación, el modo de ser del personaje que está narrando.

Un ejemplo de esta forma de narrar puede verse en el reportaje “Mar número cinco”, del periodista colombiano Germán Pinzón. El narrador viaja en un barco de la Armada Colombiana que parte de Buenaventura y navega por el océano Pacífico en dirección a Estados Unidos. A medida que el mar se va agitando, los marineros tienen una convención para describirlo: uno, dos, tres, etc. Y llega un momento en el que están a punto de naufragar: ese es el mar número cinco. La historia está construida sólo con las experiencias del narrador, que se siente al borde de la muerte durante un largo trecho de la travesía. Finalmente, con un mar tranquilo, los pasajeros del buque de la Armada llegan a su destino. Por el punto de vista elegido, el lector participa de todas las emociones que suscita la vivencia en el alma del reportero y se convierte en una especie de compañero de viaje que también se siente atemorizado con las gigantescas olas que golpean el casco del barco. En este caso, el narrador es el protagonista de la historia.

Un segundo caso de empleo de la primera persona en el que el narrador no es protagonista se da en el libro del periodista norteamericano John Reed México insurgente. En él Reed cuenta sus experiencias como reportero en medio de la revolución mexicana. El narrador, que es el mismo autor, convive con los soldados, habla con los generales, entrevista a Pancho Villa y es testigo de varias batallas. Leyendo estos relatos, construidos con experiencias e impresiones de primera mano, el lector se siente en medio de las balas. Sin embargo, Reed jamás es el protagonista; solamente un testigo. Por eso la historia adquiere una gran verosimilitud, ya que el narrador jamás pretende contarnos sus hazañas. Todo lo contrario: Reed no es más que un “gringo” inexperto en el arte de la guerra que no dispara un solo tiro y que va de un lado a otro llevado por el turbión de la revuelta campesina que acaudilla en el norte Pancho Villa.

La omnisciencia

Implica un narrador con conocimiento ilimitado de cada uno de los personajes: su vida, sus acciones, sus pensamientos, su pasado, su presente, su futuro. No tiene barreras de tiempo ni de espacio. Es una voz de absoluta autoridad. El narrador entra y sale de los personajes y evalúa su comportamiento para el lector.
Es el estilo más apropiado para la gran historia, para la saga generacional, con muchos caracteres focalizados, con muchos eventos, con muchas tramas y subtramas, con suspenso, con varias historias simultáneas.

Como ventaja de este método se menciona la posibilidad de impulsar al lector a través de la historia y los personajes de una manera muy rápida.
Entre las desventajas, se incluye el hecho de que no impone límites, y el narrador tiende a desbordarse, a hacer demasiado, por lo que la historia puede volverse inverosímil. De ahí que sea un método narrativo asociado frecuentemente a la “pura ficción”.

Un ejemplo de esta clase de punto de vista se encuentra en el ya comentado libro clásico de Daniel Defoe, Diario del año de la peste. El autor recorre la ciudad de Londres azotada por la peste y mira con espanto las cosas que ocurren: familias enteras diezmadas, cementerios atestados, cadáveres arrojados a las calles, enterradores cavando inmensas fosas colectivas. La gran investigación que realizó permite a Defoe ir y venir por todas las parroquias de Londres, recitar la lista de los muertos, narrar los testimonios de los contagiados y hasta seguir el carro donde los enterradores van apilando los cuerpos de los muertos que se encuentran por las calles hasta llevarlos al cementerio. Sólo en muy contados pasajes Defoe rompe con este punto de vista para contar alguna pequeña historia familiar que viene a su recuerdo, como testigo que fue de la llegada del mal cuando todavía era un niño.

La omnisciencia limitada

Responde a un cierto estrechamiento del foco en la narración omnisciente. Es una especie de entrecruzamiento entre la narración en primera persona y la narración omnisciente en tercera persona.

Está más cercana a la percepción real que tenemos de la vida, habida cuenta de que uno mismo tiene restricciones de campo en su visión del mundo y de las cosas.
Esta clase de narración emplea la tercera persona pero enfocada desde la perspectiva de uno de los personajes y su particular modo de ver el mundo. Por lo tanto, no permite al narrador evaluar en extenso los caracteres de aquellos ni sus acciones. Debido a esto es necesario ser muy preciso en las descripciones, los diálogos y la relación de las acciones, y dar al lector las herramientas para interpretar la historia en un sentido consistente con el propósito central de la narración.
Uno de los problemas de este punto de vista radica en que el foco de la atención se estrecha alrededor de una persona: el lector está más relacionado con ese personaje que con el resto. En consecuencia el narrador debe lograr que simpatice con él, y para ello debe presentar los incidentes de forma tal que lleven al lector a ese estado sin evaluar los caracteres ni los pensamientos de los demás personajes.
Un ejemplo admirable de este punto de vista es la omnisciencia restringida empleada por Truman Capote para narrar la historia de A sangre fría, donde reconstruye las últimas horas de la familia Clutter empleando la tercera persona. El foco de la narración se centra en los miembros de esta y el lector entra a su casa y ve lo que ellos hacen. Luego el foco, que continúa en tercera persona, se desplaza hacia los asesinos, quienes viajan en un automóvil en dirección a Holcomb, el condado al que pertenece la granja donde vive la familia Clutter. Cuando los homicidas, ya en la madrugada, entran a la casa, el foco narrativo se amplía y abarca los sucesos que involucran a víctimas y asesinos. Después del crimen, el foco se centra en forma alternada en la huida de los criminales y en la persecución de las autoridades, personificadas en un acucioso detective que no descansa hasta dar con el paradero de los culpables. Por último, cuando ya están presos, la historia se enfoca en sus últimos días en la cárcel, hasta que son juzgados y ejecutados.

La omnisciencia restringida del libro de Truman Capote, entonces, se desplaza de personaje en personaje y de situación en situación. Con este procedimiento se logra una muy fuerte sensación de verosimilitud: por momentos el lector cree haber leído una historia contada en primera persona por cada uno de los personajes que intervinieron en los hechos.

El método objetivo

Es el más difícil de todos. El que narra debe convencer al lector de que no está inmiscuido en la historia. El narrador es como una cámara que registra las cosas. Sólo dice qué pasó. No se introduce en la mente de ningún personaje, ni en sus sentimientos. No comenta ningún hecho. No editorializa.

Con el método objetivo, el narrador crea en los lectores la ilusión de que ha contado la verdad de la historia. Como en la vida real, él no puede saber lo que los otros están pensando o asumir una voz de absoluta autoridad para explicar qué es lo que realmente está sucediendo. Y sin los pensamientos de los personajes o la intrusión en la escena de los comentarios autorizados del narrador, al lector se le hace más difícil entender.

El escritor debe transcribir nada más diálogos e incidentes. Por lo tanto ha de seleccionarlos de tal forma que le permitan al lector irse formando una percepción de la historia. Describir acciones y reportar diálogos. Las descripciones deben ser muy precisas y los diálogos muy bien trabajados.

Una muestra del método objetivo es el reportaje de Nicholas Tomalin “El general sale a exterminar a Charlie Cong”. En esta excelente pieza narrativa el narrador no interviene para nada en la historia: solamente la retrata, como si fuera un camarógrafo que registra todos los acontecimientos. Esto a pesar de que la situación es bastante emotiva: un general enardecido aborda un helicóptero artillado y sale en compañía del periodista y de algunos de sus soldados a exterminar guerrilleros del Vietcong. La expedición termina con el general disparando sus armas mortíferas contra aldeas casi deshabitadas, contra animales domésticos que los campesinos crían en sus pequeñas parcelas, en medio de la selva, y con la captura de un adolescente que es llevado preso a la base militar con la pistola de un soldado norteamericano apuntándole a la sien. En el relato no se encuentran comentarios de ninguna clase sobre la actitud del general y sus soldados; el periodista únicamente se dedica a mostrar su furia recogiendo los insultos, los dichos, las formas de actuar de los militares.

***

Los puntos de vista antes mencionados no son los únicos que se emplean en el periodismo. El siglo XX se caracterizó por una gran revolución en este campo tanto en los relatos de ficción como en los de no ficción. Numerosos narradores de todo el mundo lucharon por hallar formas narrativas distintas a la omnisciencia, cuyo desprestigio aumentó en forma paulatina a medida que era asociada cada vez más a la “pura ficción”.

El escritor irlandés James Joyce introdujo la primera revolución del siglo al emplear en forma simultánea cerca de dieciocho puntos de vista diferentes en su novela Ulises. Allí mismo, Joyce usó un punto de vista hasta entonces desconocido, el llamado flujo de conciencia, también denominado monólogo interior. La voz está encarnada por una mujer —Molly—, quien en la última parte de la novela da rienda suelta a sus pensamientos mientras permanece acostada en su cama, al amanecer.
Los biógrafos de Joyce dicen que el procedimiento había sido utilizado antes por un oscuro novelista francés que no tuvo éxito con su libro. Sin embargo, fue el escritor irlandés quien descubrió su gran poder para reflejar los recovecos más profundos de la conciencia, y quien elevó este punto de vista a la categoría que alcanzó, luego de la publicación de Ulises.

Años más tarde, el escritor norteamericano William Faulkner también adoptó esta forma narrativa para contar la historia de su novela El sonido y la furia.

En el periodismo de hoy, el flujo de conciencia o monólogo interior es poco usado. Escritores de la escuela del Nuevo Periodismo, como Hunter Thompson, emplean en ocasiones formas muy cercanas a él por la enorme carga de subjetividad de sus reportajes. En Colombia lo han utilizado con mucho éxito los periodistas y escritores Gonzalo Arango y Álvaro Burgos. Arango recurrió a él en un excelente reportaje con el atleta Álvaro Mejía, titulado “El campeón”. En el mismo, Mejía cuenta sus pensamientos mientras espera la llegada del reportero y Arango, a su vez, cuenta los propios mientras un taxi perdido lo pasea de un extremo a otro de Bogotá, en busca de la casa del deportista. Burgos se sirvió del flujo de conciencia para contar la historia de una reina de belleza poco común, con el cabello cortado casi al rape, que prefería los estudios de antropología a los desfiles en traje de baño o de fantasía.
La polifonía de la que habla el crítico ruso Mijail Bajtín a propósito de las novelas de Dostoievski es otro punto de vista utilizado con éxito en los relatos de no ficción. En Colombia hay dos ejemplos que demuestran en forma contundente la eficacia del uso de las voces múltiples: El Karina, de Germán Castro Caycedo, y El Bogotazo. Memorias del olvido, de Arturo Alape. Ambos libros están relatados por medio de testimonios: las voces de los protagonistas de cada episodio de las historias van contando los principales sucesos. En El Karina, las voces pertenecen a ex guerrilleros del Movimiento 19 de Abril —M-19— que participaron en una gigantesca operación de contrabando de fusiles destinados a armar varias columnas rebeldes. El contraste entre una y otra versión, lejos de perturbar el libre desarrollo de la historia, impulsa el relato y le da una fuerza y una verosimilitud contundentes. En el caso de El Bogotazo. Memorias del olvido, las voces pertenecen a cientos de personas involucradas en el célebre Bogotazo: la destrucción de buena parte de la ciudad de Bogotá luego del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. Entre estas voces figuran las de policías, transeúntes, líderes espontáneos de la revuelta, médicos, jefes políticos, periodistas, familiares y amigos del presunto asesino, abogados, funcionarios del gobierno y hasta la del propio Fidel Castro, quien se hallaba entonces en esta capital participando en una conferencia internacional de estudiantes.

Un último punto de vista, usado poco tanto en los relatos de ficción como en los de no ficción, es el de la segunda persona. En este procedimiento, el narrador cuenta la historia a alguien, conocido o desconocido. Además de la confusión que a veces causa en el lector, este punto de vista elimina casi por completo el drama. Algunos de los novelistas que lo exploraron en el siglo XX pertenecían a la escuela francesa del llamado nouveau roman, o nueva novela, tales como Michel Buttor. En el periodismo hay un libro excepcional: una serie de reportajes sobre la guerra de Vietnam escritos por el periodista norteamericano Michael Herr y titulados Despachos de guerra. En varios de ellos, el narrador se cuenta la historia a sí mismo, empleando de modo inusual la segunda persona: “Estabas en ese hotel de Saigón y mirabas el viejo mapa de Vietnam colgado en la pared...”.

Hoy, tanto en la literatura como en el periodismo hay muchas búsquedas y mucho desorden en todo lo relacionado con el punto de vista. A veces se adopta uno de modo inconsciente, sin estudiar los efectos que esta decisión produce en el lector. Otras, como advierte Mario Vargas Llosa, se cambia de narrador en medio del relato sin avisar al lector. Es lo que llaman la mutación del punto de vista. En la literatura se ha dado el caso de que surjan nuevos puntos de vista con cambios poco usuales en las relaciones espaciales y temporales: el no tiempo y el no espacio de algunos relatos del escritor irlandés Samuel Becket, por ejemplo. O los misteriosos episodios de algunos capítulos de Pedro Páramo, del escritor mexicano Juan Rulfo, donde los muertos hablan y piensan y se enamoran y hasta vuelven a morir. Uno de los causantes de este desorden es James Joyce, con sus dieciocho puntos de vista en Ulises y con sus experimentos en el manejo del tiempo en Finnegan’s wake, su última novela.
Con orden o sin él, con uno o con dieciocho puntos de vista, de todos modos ningún relato puede existir sin un narrador que lo cuente. Y el primer y tal vez más importante desafío que enfrenta todo escritor de relatos de ficción o de no ficción es encontrar un narrador y una voz que cuenten la historia.



Notas

1 Tom Wolfe, El Nuevo Periodismo, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 30.
2 William Somerset Maugham, “Diez novelas y sus autores”, en: Obras completas, Vol. 5: Ensayos, Plaza y Janés, Barcelona, 1969, p. 810.
3 Ibíd., p. 812.
4 Ibíd., p. 814.
5 Teresa Imízcoz y otros, Quién cuenta la historia. Estudios sobre el narrador en los relatos de ficción y no ficción, Eunate, Pamplona, 1999, pp. 28 y ss.
6 Ibíd., p. 34.
7 Ídem.

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