jueves, 12 de abril de 2007

La significación, la intensidad y la tensión

Juan José Hoyos

Significación, intensidad, tensión. A primera vista, como sucede con casi todos los conceptos, parecen tres palabras abstractas. Sin embargo son tan concretas que sobre el soporte del triángulo formado por ellas están construidas casi todas las historias bien contadas.
El primero que habló de estos temas en la época moderna, aunque sin mencionar esas palabras de manera directa, fue el escritor norteamericano Edgar Allan Poe, quien no sólo es uno de los primeros cuentistas modernos, sino uno de los primeros teóricos del cuento tal y como lo conocemos hoy. Poe analizó este asunto en dos ensayos sobre literatura en los que comentó algunos problemas de la composición de su poema “El cuervo” y en los que también se refirió en forma elogiosa a los cuentos de su compatriota Nathaniel Hawthorne, el autor de Historias contadas dos veces.
Según Poe, los cuentos debían ser ideados en función del efecto dramático que se esperaba producir en el lector. Esto se lograba mediante dos elementos: los incidentes, es decir la anécdota, y el tono, los cuales, mediante su combinación, daban origen a un tercero.
En las últimas décadas, ensayistas de varios países y lenguas se han ocupado de explicar y ampliar los alcances de las teorías de Poe. Uno de los más brillantes ha sido el escritor argentino Julio Cortázar. Él ha antepuesto a la intensidad y la tensión otro concepto, el de significación.
Los tres conceptos están vinculados estrechamente. El primero —la significación— tiene que ver con la relación entre el autor y el tema. Los otros dos —la intensidad y la tensión—, con el tratamiento de la historia y con la pericia del escritor para resolver los problemas que plantea el oficio de narrar.
Para explicarlos voy a referirme a dos relatos de dos grandes periodistas y escritores que fueron testigos de excepción del levantamiento campesino de comienzos del siglo XX conocido con el nombre de revolución mexicana. Ellos son Martín Luis Guzmán y John Reed.
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A pesar de su larga y agitada vida, que se prolongó desde 1887 hasta 1976, y de su obra difundida en forma amplia en México y España a lo largo del siglo XX, el nombre de Martín Luis Guzmán dice muy poco a las nuevas generaciones de periodistas de Iberoamérica.
Cuando se lo menciona, los expertos en literatura latinoamericana lo asocian con sus novelas sobre la revolución mexicana y con las memorias del general Francisco Villa, el caudillo popular, más conocido con el nombre de Pancho Villa. Pero Martín Luis Guzmán no sólo dedicó su vida a la literatura. También pasó muchos años escribiendo crónicas, reportajes y ensayos en periódicos de México y España, algunos de los cuales ayudó a fundar; formando parte del estado mayor en las filas de los ejércitos de la revolución; sirviendo como secretario del general Francisco Villa; actuando como delegado en convenciones revolucionarias; desempeñándose como funcionario del gobierno de la revolución; trabajando como abogado, diplomático, bibliotecario, profesor universitario y editor.
Con el paso de los años, sobre todo por sus crónicas y reportajes y por sus novelas sobre la revolución mexicana, Martín Luis Guzmán ha sido reconocido como uno de los más grandes escritores y periodistas de América Latina, junto con José Martí, Roberto Arlt y otros maestros que cultivaron al mismo tiempo el oficio del periodismo y el arte de la literatura.
Guzmán nació en Chihuahua en 1887. Sus primeros estudios los hizo en Ciudad de México y los continuó en el puerto de Veracruz. En 1909 ingresó a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, en la capital federal. Interrumpió por un tiempo su carrera de abogado para ocupar el puesto de canciller del Consulado de México en Arizona (Estados Unidos), pero volvió a su país a continuar sus estudios en 1911. En 1913, durante la llamada Decena Trágica, fundó con otros partidarios del presidente Madero el periódico El Honor Nacional. A partir de ese año se incorporó a las filas de la revolución mexicana en el norte del país, después de viajar a Estados Unidos, y formó parte del estado mayor de los generales Ramón Iturbe y Álvaro Obregón. También estuvo bajo las órdenes de don Venustiano Carranza y de Francisco Villa, quien en 1914 lo envió a la capital como comisionado de la División del Norte y luego lo nombró coronel. Después de la entrada de las tropas constitucionalistas a Ciudad de México, fue apresado y posteriormente liberado por orden de la Convención Militar de Aguascalientes, la cual lo designó secretario de guerra y marina. Más tarde se desempeñó como secretario de la Universidad Nacional y director de la Biblioteca Nacional.
En 1915 viajó por primera vez a España, donde publicó su primer libro, un ensayo sobre la revolución titulado La querella de México. Luego vivió en Estados Unidos y trabajó como periodista y profesor hasta 1919. Ese año regresó a México a trabajar en el periodismo y en varios cargos oficiales. En 1920 publicó su libro de ensayos A orillas del Hudson, una evocación de la vida de los intelectuales partidarios de la revolución cuando se vieron obligados a refugiarse en Estados Unidos. En 1922 fue elegido diputado al Congreso Federal.
Desde 1925 hasta 1936, a causa de algunas diferencias políticas con varios jefes del partido revolucionario, vivió en España y Francia. En España dirigió los periódicos El Sol y La Voz y publicó, entre otros libros, El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929). El primero es un relato autobiográfico sobre sus experiencias en la revolución mexicana; allí fueron publicados algunos de sus más memorables reportajes y crónicas. El segundo es una novela sobre la sangrienta lucha por el poder entre los jefes de la triunfante revolución mexicana, una especie de lúcido anticipo de lo que serían las luchas intestinas del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
En 1936 regresó a México, donde siguió vinculado al periodismo. Por esta época empezó a publicar la que se considera una de sus obras mayores: las Memorias de Pancho Villa. Estas aparecieron en cinco tomos que fueron editados entre 1938 y 1951. Durante estos años, Guzmán también se dedicó a trabajar como editor, ensayista y académico de la lengua y fundó el semanario Tiempo.
En las últimas décadas de su vida siguió siendo escritor, periodista, editor y profesor universitario. También ocupó algunos cargos oficiales en el campo de la educación y en 1970 fue elegido senador de la república por el Distrito Federal. Murió el 22 de diciembre de 1976, después de haber publicado dieciocho libros de ensayos, novelas, memorias, crónicas, reportajes y dramas.
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Los relatos de El águila y la serpiente son un recuento de las experiencias de Martín Luis Guzmán desde que se embarcó en Veracruz con rumbo a Nueva Orleans en 1913, volvió a entrar a México por el estado de Sonora para vincularse a los ejércitos de la revolución, se enroló en la guerra civil al lado de las tropas de don Venustiano Carranza y Pancho Villa, y participó en la toma de la capital hasta que estalló la división en las filas revolucionarias y de nuevo se vio obligado a exilarse en Estados Unidos.
Algunas de las mejores páginas del libro giran alrededor de la figura de Villa —a quien sirvió durante varios años como secretario privado— y son una muestra de la maestría de Guzmán en el arte de narrar.
Uno de los relatos de El águila y la serpiente es “Villa en la cruz”. La historia empieza con la llegada de Martín Luis Guzmán y un amigo de apellido Llorente a un vagón de tren donde Francisco Villa estaba de un semblante tan sombrío que de sólo mirarlo sentían terror. El general estaba pendiente del telégrafo para conocer el resultado de una batalla entre sus tropas y las del antiguo partidario suyo, y ahora enemigo, Maclovio Herrera: una pelea de villistas contra villistas, o en palabras de Guzmán, “de huracán contra huracán: quien no mataba moría”.
Villa se paseaba en el saloncito del vagón al ritmo interior de su ira. Cada tres pasos murmuraba entre dientes, culpando a Maclovio Herrera de esa pelea entre sus propios seguidores:
—Sordo jijo de tal... Sordo jijo de tal...
En el coche, además de las imprecaciones de Villa, no se oía sino el tic-tiqui del telégrafo que se comunicaba con los comandantes de varios frentes.
Llegó un mensaje: era el parte de la derrota que le acababan de infligir a Maclovio Herrera las tropas de Villa. Tras enumerar sus bajas y heridos, el jefe de la columna villista terminaba pidiendo instrucciones sobre lo que debía hacer con ciento sesenta soldados de Herrera que se le habían entregado rindiendo las armas.
—¿Que qué hace con ellos? ¡Pues qué ha de hacer sino fusilarlos! ¡Vaya una pregunta! —dijo Villa ofuscado.
Luego le ordenó al telegrafista que transmitiera esta orden perentoria:
—Que fusile a los ciento sesenta prisioneros inmediatamente, y que si dentro de una hora no me avisa que la orden está cumplida, voy allá yo mismo y lo fusilo a él con todos los otros para que aprenda a manejarse.
Cuando el mensaje fue transmitido, Villa, ya más tranquilo, se sentó en un sillón y le preguntó a Martín Luis Guzmán:
—¿Y a usté qué le parece todo esto, amigo?
—Pues que van a sobrar muchos sombreros, general —respondió él, parafraseando una expresión del mismo Villa al comienzo del encuentro.
—¿Cree usté que esté bien, o mal, esto de la fusilada?
Guzmán vaciló para responder. Llorente, más intrépido, se le adelantó:
—A mí, general, si he de serle franco, no me parece bien la orden.
—A ver: dígame por qué —preguntó Francisco Villa.
—Porque el parte dice que se rindieron.
Guzmán intervino:
—Yo creo lo mismo, general.
—¿Y por qué?
Guzmán trató de explicar:
—El que se rinde, general, perdona por ese hecho la vida de otro, o de otros, puesto que renuncia a morir matando. Y siendo ello así, el que acepta la rendición queda obligado a no condenar a muerte.
Villa lo contempló de hito en hito. La respuesta de los dos hombres lo había sorprendido. Mientras tanto, ellos también lo miraban llenos de miedo y de ansiedad. De pronto Villa, de un brinco, se puso de pie y se acercó al telegrafista para ordenarle, casi gritándole:
—Oiga, amigo: llame otra vez, llame otra vez...
El telegrafista obedeció la orden. Pero no logró que le contestaran. Villa le pidió que llamara más fuerte, deseo que el telegrafista no podía cumplir. Después de un breve silencio, se oyó el tic-tiqui.
—Transmita sin perder tiempo: suspenda fusilamiento prisioneros hasta nueva orden. El general Francisco Villa.
El telegrafista que recibió el mensaje anunció al otro lado de la línea que iba personalmente a entregar el telegrama a su jefe y a traer la respuesta.
Esperaron. Villa miró el reloj.
—¿Cuánto tiempo hace que telegrafiamos la primera orden?
—Unos veinticinco minutos, mi general.
Villa preguntó:
—¿Llegará a tiempo la contraorden?
Mientras esperaban la respuesta, entraron otros mensajes de distintos frentes. Pero el de la columna que había vencido a las tropas de Maclovio Herrera continuaba demorándose.
—Ahora están llamando —dijo de pronto el telegra-fista, y cogió el lápiz.
“Tiqui-tic-tiqui, tiqui-tiqui”
Villa se inclinó más sobre la mesa, como queriendo descifrar los garabatos que trazaba el telegrafista. A la tercera línea, le preguntó a Guzmán:
—¿Llegó a tiempo la contraorden?
Él, sin apartar los ojos del papel donde el telegrafista escribía, hizo una señal con la cabeza diciendo que sí. Luego lo confirmó de palabra.
Villa sacó su pañuelo y se lo puso en la frente para secarse el sudor.
Esa tarde comieron con él pero no volvieron a hablar del suceso de la mañana. Sólo al despedirse, por la noche, Villa les dijo sin detenerse en explicaciones:
—Y muchas gracias, amigos; muchas gracias por lo del telegrama, por lo de los prisioneros.
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“Villa en la cruz” es un relato que se lee de un tirón, casi podría decirse que con la respiración suspendida por la fuerza de la anécdota. Desde los primeros párrafos, el narrador entra en la historia sin dilaciones. La acción no se detiene. Los hechos son tan dramáticos que envuelven al lector de principio a fin. No hay situaciones intermedias: Villa recibe la noticia de la victoria sobre las tropas sublevadas y ante la pregunta de sus subalternos acerca de la conducta que se debe seguir con los prisioneros su ira estalla. A partir de entonces la vida de los hombres que se rindieron queda en sus manos. El telégrafo transmite la orden de ejecutarlos sin contemplaciones. Pero después de la discusión con Llorente y con Guzmán sobre la injusticia de su decisión, Villa de repente cambia de parecer. Esta vez el telégrafo transmite la contraorden en forma urgente. Ahora la pregunta es si los prisioneros ya fueron ejecutados. Todos están pendientes del telégrafo. La atención se suspende y en el vagón sólo se oye el ruido intermitente del aparato: tic-tiqui-tic. Cada vibración va formando una palabra que puede anunciar la salvación de un montón de vidas humanas o la catástrofe.
El relato es breve, y esa brevedad está en relación directa con la intensidad de su efecto dramático.
Todos los vaivenes dramáticos que consigue el narrador, primero en una dirección y después en la opuesta —la ejecución y la salvación de los vencidos—, demuestran hasta qué punto, con su oficio de escritor, Martín Luis Guzmán logra crear en el lector la misma conmoción que él sintió cuando fue testigo del comportamiento de Villa después de la batalla.
Según el cuentista Julio Cortázar, el oficio de escritor
consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda y hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.1
Si aceptamos la teoría de Poe y las ideas de Cortázar, tenemos que admitir que Guzmán logra este efecto dramático con un manejo magistral de los incidentes. Estos son presentados de manera desnuda, sin comentarios o situaciones intermedias, del principio al fin del relato. Esa eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que a veces la novela permite o incluso exige, es lo que Cortázar llama la intensidad: los hechos despojados de cualquier preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan.
Como ejemplos de relatos construidos con base en la intensidad, Cortázar cita en su ensayo a “El tonel de amontillado”, de Edgar Allan Poe, y a “Los asesinos”, de Ernest Hemingway. En el primero, asistimos desde las primeras frases a la consumación despiadada de una venganza. En el segundo, también desde los primeros párrafos, somos testigos impotentes de la llegada a un restaurante de un grupo de pistoleros profesionales en busca de un hombre al que enseguida van a matar.
Estos, como el de Martín Luis Guzmán, son relatos contados sin dilaciones. En ellos el lector tras muy pocas líneas se halla en el centro de la historia. Y la intensidad no decae porque no hay explicaciones, ni prolongación innecesaria de la acción. El lector, entonces, de modo inconsciente se ve obligado a seguir el relato hasta el final.
En esta clase de historias, por medio de una trama fuerte el narrador consigue un desenlace también fuerte y sorpresivo. Por eso hay más dramatismo y más revelación.
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Pero hay relatos en que la intensidad es de otro orden, y Cortázar prefiere darle el nombre de tensión. Son aquellos cuentos donde la intensidad se ejerce en la manera como el autor va desgranando poco a poco los sucesos y nos acerca lentamente a lo contado. Su fuerza radica en un manejo particular del tono y de la atmósfera, más que en el entramado de los incidentes.
“Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera”, dice Cortázar. Entre los autores que prefieren este modo de narrar las historias, él menciona a Henry James, a Joseph Conrad, a D. H. Lawrence, a Franz Kafka.
Cortázar pone como ejemplo “un relato demorado y caudaloso de Henry James —‘La lección del maestro’—. [En él] se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña”.2
Los cuentos de esta clase poseen un estilo reposado en el cual los hechos van tejiendo una especie de telaraña que envuelve lentamente al lector. El ritmo es más espaciado. Los efectos provocados por la lectura de la historia son más sutiles.
El martes en la mañana, muy temprano, el Ejército se movilizaba otra vez hacia el frente, dando tumbos por la vía y a campo traviesa. Cuatrocientos demonios rugían y marti-lleaban sobre la desmantelada vía; el tren que iba adelante había avanzado poco más de medio kilómetro en la noche. La mañana de ese día abundaban los caballos; compré uno, con todo y silla, por setenta y cinco pesos: unos quince dólares en moneda americana.
Con estas escenas aparentemente desconectadas entre sí empieza “Una avanzada en acción”, uno de los relatos del libro de reportajes del periodista norteamericano John Reed, México insurgente. Esta historia constituye un ejemplo de un relato cuyo efecto se halla cimentado en la tensión. No hay grandes acontecimientos ni batallas. Lo que el lector presencia son las escenas que anteceden y siguen a un combate: la rutina desganada de un ejército formado por peones del campo a punto de enfrentarse con un ejército regular. La historia se teje con pequeños cuadros cuyo hilo es la mirada del narrador, un periodista que recorre el frente de batalla.
Reed cuenta cómo al pasar trotando en su caballo por San Ramón se encontró con un par de jinetes mal encarados, de grandes sombreros. Ambos eran combatientes de la Brigada Juárez e iban hacia un puesto avanzado cerca de las montañas que rodean la población de Lerdo, donde tenían que defender un cerro. Él les pidió que lo dejaran ir con ellos mostrándoles una credencial firmada por Pancho Villa. Los jinetes no conocían personalmente a Villa pero finalmente admitieron que los acompañara. Por el camino atravesaron una llanura árida, plana, cubierta con pequeños arbustos de mezquite y cortada por canales de riego. A la orilla del camino había un jarro de leche. El primer soldado sacó su pistola y disparó contra él. El jarro voló en pedazos y la leche se desparramó. Era leche envenenada dejada por los enemigos. Poco antes, cuatro soldados de una compañía habían bebido de ella y habían muerto.
Subieron a la cumbre del cerro y allí encontraron un grupo de soldados revolucionarios que acampaban a la orilla de un pequeño río. Reed habló con el coronel que los dirigía. El hombre estaba tendido a la sombra de un toldo que había improvisado colgando su poncho de algunos arbustos. Conversaron durante un rato mientras a su alrededor los soldados, casi todos peones sencillos, charlaban y jugaban a los naipes.
De pronto, mientras veían asar un pedazo de carne, uno de los centinelas anunció que las tropas de los soldados federales ya estaban saliendo de Lerdo. Obedeciendo de mala gana la orden de su coronel, los rebeldes montaron en sus caballos, atravesaron el caserío de Gómez Palacio y acabaron de subir a pie la loma del cerro para tomar posiciones y empezar a disparar contra los federales, que eran unos quinientos y se dirigían hacia el cerro a caballo. Los revolucionarios disparaban echándose al suelo y resguardándose detrás de montones de piedras. Todos lo hacían metódicamente, apuntando largo tiempo para ahorrar las escasas municiones. Cuando caía un federal, se disputaban entre ellos el éxito del disparo.
El fuego de fusilería creció en toda la línea hasta alcanzar un cubrimiento de casi un kilómetro de ancho. Acosados por las balas, los federales se detuvieron y poco a poco comenzaron a regresar a Lerdo. El fuego aflojó en el desierto. De pronto, sin saber de dónde venían, los soldados vieron aparecer en el cielo azul grandes aves de rapiña que volaban serenas, casi inmóviles.
Pasada la escaramuza, el coronel y sus hombres invitaron a Reed a un almuerzo a base de carne asada. Luego le regalaron un puñado de cigarrillos. Por último, después de conversar un rato sobre la antipatía de los americanos por los mexicanos, el coronel se quitó una de sus enormes espuelas de hierro, incrustada en plata, y se la regaló al periodista.
La historia termina cuando Reed se encuentra debajo de unos álamos con un fotógrafo y un camarógrafo de cine que departen con un grupo de soldados revolucionarios alrededor de una fogata. Uno de ellos muestra orgulloso un reloj de pulsera de plata. El fotógrafo explica que se los regaló en señal de gratitud por la comida espléndida que les brindaron. Los soldados aceptaron el obsequio comunalmente y convinieron en que cada uno lo llevaría durante dos horas, desde que lo recibieron hasta el fin de sus vidas.
Como se ve, el relato tiene pocos incidentes. Podría decirse que es una historia plana, sin efectos dramáticos intensos. No hay muchas complicaciones de la trama. El único pasaje en el que los hechos adquieren un mayor relieve dramático corresponde a la aparición de la caballería de los federales cabalgando en dirección al cerro, y su rechazo por parte de los revolucionarios. Luego llega el vuelo sobrecogedor de las aves de rapiña sobre el campo de batalla, pero aun este incidente es contado sin alteraciones del tono. Lo que importa en la historia no es la trama, pues esta apenas puede decirse que existe, sino el clima, la atmósfera: los avatares de la vida diaria en un campamento improvisado, la precariedad de todo, los soldados y sus acciones rutinarias: jugando a las cartas, charlando, asando carne o disparando contra el enemigo. Todo eso en una sucesión de incidentes sin relieve.
Porque como en un cuento de Kafka, en este relato de Reed no hay incidentes que sobresalgan por encima de los demás. La historia está tejida en forma lineal. Prima el tono sobre las peripecias. No hay grandes revelaciones. Lo que sujeta al lector hasta el último párrafo es la voz monocorde del narrador que lo va envolviendo en forma lenta, sutil, haciéndolo participar de la atmósfera del campamento, contagiándolo del clima de la guerra, de la presencia soslayada de la muerte y del estado de ánimo de los soldados.
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La intensidad y la tensión hacen parte de un triángulo en el que también juega un papel muy importante la significación. Esta tiene que ver con el tema del relato y su relación con el autor.
Cortázar sostiene que toda historia bien contada debe estar basada en un tema que tenga significación. Con ello quiere decir que el narrador debe trabajar con un material que posea la propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que hasta los episodios vulgares o domésticos se conviertan en un resumen implacable de una cierta condición humana o en un “símbolo quemante de un orden social e histórico”.
El hallazgo de este material en el caso del trabajo periodístico es producto de la conjunción entre la sensibilidad del narrador y su forma de acercarse al material narrativo por medio de un trabajo de campo inteligente y profundo.
Ningún tema por sí solo reúne las condiciones para que de él surja una buena historia. Todo depende de la aproximación del narrador, de su sentido para captar los hechos con todos los detalles, de su pericia para conducir la labor de indagación, de su oficio a la hora de contar la historia.
La significación surge pues de un encuentro feliz, armónico, pero no necesariamente fácil, entre el autor y su tema. Un encuentro que haga posible que uno y otro resuenen bajo el efecto de una influencia mutua. Un encuentro que es producto, en último término, de lo que Norman Sims llama la inmersión: una relación estrecha entre el periodista y el tema que lleva al primero a saberlo todo sobre el segundo antes de escribir la primera línea del relato.
“Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta”, dice Cortázar.
Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Anton Chéjov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulce. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada...3
Por todas estas cosas, los temas de Martín Luis Guz-mán y de John Reed pueden calificarse de significativos. En ambos casos, la revolución está ligada estrechamente a sus vidas. Los dos son testigos de incontables episodios de la guerra y uno de ellos, incluso, llega a ser uno de sus protagonistas. Uno y otro lograron obtener de sus experiencias en diversos frentes historias llenas de energía espiritual, que quiebran sus propios límites, que resuenan en el lector.
El relato de Guzmán nos acerca en forma vívida a la figura de un jefe revolucionario emblemático que primero se comporta como un bandido rabioso y que luego reflexiona y se arrepiente, mostrando una nobleza y una limpieza de alma que por momentos parecen infantiles. Guzmán hace un retrato de Villa muy alejado de los arquetipos y los lugares comunes. Su proximidad al jefe revolucionario le permite ir más allá de los comportamientos convencionales; le permite incluso cuestionar su decisión de ordenar la ejecución de los vencidos. Y sobre esta relación tan estrecha entre autor, tema y personaje se apoya casi todo el efecto dramático de la historia.
El cuento de Reed nos pasea por un campamento de peones sencillos convertidos en soldados revolucionarios, donde la muerte con figura de buitre sobrevuela los campos mientras los soldados juegan cartas y conversan en forma animada. Esta vez lo que permite el acercamiento del autor al tema es un salvoconducto firmado por Francisco Villa. Pero detrás de este acercamiento hay años de militancia de Reed en los movimientos obreros norteamericanos y de simpatía con las causas revolucionarias de todo el mundo.
La revolución mexicana es para ambos escritores un tema significativo, con el cual vibran y se colman de impresiones sus almas de hombres y de narradores. Tanto Reed como Guzmán tienen una alianza con ese tema: el primero por su militancia en las filas de la izquierda y del movimiento obrero norteamericano, y el segundo por su condición de intelectual mexicano comprometido con su pueblo y con la lucha contra la dictadura de Porfirio Díaz.
Sobre esta clase de alianzas dice Cortázar:
No hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chéjov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo.4
Todo buen texto narrativo, con conciencia o sin conciencia de su autor, tiene entonces un soporte gracias al cual a medida que se desarrolla la lectura la atención del lector es atrapada, obligándolo a leer hasta el final. Ese efecto dramático, como sostiene Edgar Allan Poe, es producido por un manejo especial de los incidentes o del tono. Y es mediante el oficio del escritor como se consigue que el cúmulo de impresiones y de sucesos que conforman la historia queden fijados verbal y estilísticamente en un relato.
Al mismo tiempo, cuando está bien contado, ese relato es producto de un encuentro feliz del narrador con un tema significativo que lo hace vibrar, que le permite desplegar toda la riqueza de su sensibilidad y toda la destreza de su oficio en la tarea de organizar las palabras y los hechos para tejer la historia. Porque los hechos expuestos en forma plana por sí mismos no conforman una historia. Para que esta exista tiene que intervenir el narrador y con su oficio de escritor convertir ese material en un todo organizado: urdir un relato en el que los hilos, como en una tela, formen un entramado, una red que capture la atención del lector por un medio u otro: la fuerza de la anécdota, o el manejo diestro del tono y de la atmósfera, o la combinación de esas dos estrategias narrativas.



Notas


1 Julio Cortázar, “Algunos aspectos del cuento”, en: Lauro Zavala (ed.), Teorías del cuento, I: Teorías de los cuentistas, UNAM, México, 1997, p. 316.
2 Ídem.
3 Ibíd., p. 310.
4 Ibíd., p. 314.

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