jueves, 12 de abril de 2007

Los modos de contar

Juan José Hoyos

La Poética de Aristóteles es un libro singular no sólo en la literatura griega. Ningún tratado de estética tan antiguo es leído, estudiado y discutido hoy con tanto interés por dramaturgos, filósofos, escritores de ficción, guionistas y directores de cine como este libro. Para los periodistas que estudian el arte y el oficio de narrar, la Poética también ofrece grandes lecciones todavía con vigencia, a pesar de los siglos que han pasado desde su publicación en Grecia, en copias limitadas, para los estudiantes del Liceo.
Los historiadores creen que fue escrito aproximadamente en el año 334 antes de Cristo, durante los primeros años del Liceo, el sitio donde Aristóteles dictaba las clases de filosofía a sus discípulos griegos. Una copia de este manuscrito esotérico —es decir, escrito como notas de clase para los alumnos y no editado para el público— fue exhumada por Paelicón y restaurada luego en Roma por el gramático Tiranión de Amiso. Andrónico de Rodas lo editó años después junto con los demás escritos esotéricos de Aristóteles. La obra fue conservada por los árabes, quienes la tradujeron en el siglo X de una versión preliminar hecha en idioma siríaco en el siglo VI. La primera versión latina se hizo en España, en el siglo XIII, cuando Hermán Alemán, miembro del colegio de traductores de Toledo, tradujo los extractos que seleccionó Averroes basándose en la versión árabe del siglo X. Parece que los romanos la conocieron a raíz de la conquista de los territorios griegos, pues su influencia es bastante visible en la Epistola ad Pisones del poeta latino Horacio, la otra “arte poética” escrita en la antigüedad de la que aún se conserva el texto.
La Poética es la primera reflexión profunda sobre el sentido y la estructura de la tragedia griega. También se ocupa brevemente del arte dramático en general y de otras formas de representación verbal de la realidad como los poemas épicos. Una segunda parte del libro, que estaba dedicada al estudio de la comedia, según los expertos en la obra de Aristóteles, se perdió. El interés por la lectura de la Poética fue promovido por los filósofos escolásticos que la redescubrieron, junto con las demás obras de Aristóteles, en el siglo XIII. Los filósofos y eruditos de los siglos XVII y XVIII también discutieron mucho algunos de sus postulados.
Según el texto recuperado hoy, para Aristóteles la esencia del arte es la imitación o, en palabras griegas, la mímesis. Esto no quiere decir la imitación considerada copia o reproducción servil de la realidad, sino la imitación simbólica que por medio del arte logra crear una imagen del mundo tan real como la realidad misma.
Una narración de carácter dramático, como una tragedia, o una de carácter épico, como un poema homé-rico, logran la mímesis por medio de palabras.
Sin embargo, para dar vida a sus personajes y a su historia, el narrador de las tragedias y de los poemas épicos puede utilizar cualquiera de los dos modos de imitación poética de la realidad —mímesis— que distingue Aristóteles: directo —los hechos se desarrollan ante los ojos del espectador mediante actores— o narrativo —los hechos se desarrollan con la mediación de un narrador.
El modo directo, en términos narrativos, equivale al procedimiento que muchos siglos después los escritores y críticos ingleses llamaron de “escenificación”, en el cual los hechos se presentan ante el lector como si él los estuviera viendo con sus propios ojos. El procedimiento está apoyado en la escena de las tragedias, donde los personajes por medio de sus palabras y sus gestos representan en el escenario una acción.
El modo indirecto es análogo al procedimiento del resumen narrativo o sumario, en el que el lector recibe una versión de los hechos por intermedio de la voz de un narrador.
Hablando de los puntos de aproximación y de diferencia entre la tragedia y el poema épico, Aristóteles dice que “la epopeya concuerda con la tragedia en cuanto es una imitación métrica de acciones elevadas, pero difiere de ella en cuanto utiliza un metro único y es narrativa”.1
En cambio, la escena responde a la recomendación de Aristóteles de “organizar los argumentos y desarrollarlos verbalmente, en la mayor medida posible, ante los propios ojos. De tal modo, al verlos el poeta con más claridad, como si estuviera frente a los acontecimientos mismos, podrá encontrar lo que es adecuado y muy poco se le escaparán las contradicciones”.2
Aristóteles insiste en que “es [...] la tragedia imitación de una acción elevada y perfecta [...] por medio de la acción y no de la narración”.3
Más adelante, el filósofo vuelve a explicar esta relación estrecha entre la tragedia y la acción:
la tragedia no es representación de los hombres sino de la acción, de la vida, de la felicidad y de la desdicha. La felicidad y la desdicha, empero, se dan en la acción, y el fin consiste en cierta especie de acción, no en determinado carácter. Los individuos son lo que son por su carácter, pero son felices o lo contrario por sus acciones.4
Al hablar del método narrativo de los poemas épicos, más emparentado con el resumen que con la escena, Aristóteles dice que aunque el argumento que cuentan muchas veces no es largo sino que puede resumirse en pocas palabras, con el desarrollo de los episodios el relato se acrecienta:
En los dramas los episodios son breves; pero la epopeya con ello se acrecienta. Porque el relato de la Odisea no es largo. Alguien se aleja de su pueblo durante muchos años, custodiado por Poseidón, y queda solo. Por lo demás, los asuntos domésticos se encuentran en tal situación que sus bienes son consumidos por los pretendientes y se conspira contra su hijo. Pero, víctima de una tempestad, retorna; se da a conocer a algunos, ataca a sus enemigos, y queda salvo al tiempo que los destruye. Esto es lo esencial; lo demás son episodios.5
En la medida en que la escena tiene unidad de tiempo, de lugar y de acción, Aristóteles sostiene que “en la tragedia no se pueden representar simultáneamente varias acciones parciales sino una sola, que se da en el escenario y constituye el papel de los actores”.6
En términos empíricos, podemos diferenciar los modos narrativos del poema épico y de la tragedia diciendo que cuando se narra —como sucede en el primero— se oye la voz del narrador. En cambio cuando se escenifica —como sucede en la segunda— se oye la voz de los personajes y además se los ve actuando en un lugar determinado.
A estos dos modos de narrar hace falta agregarles la descripción para obtener la gama de procedimientos narrativos de que dispone el novelista o, en general, el narrador de historias, sean estas de ficción o de no ficción.7
Cuando se describe, se ve, y según la descripción apele a los demás sentidos el lector tiene también la impresión de escuchar, oler, tocar o gustar.
El novelista inglés Henry James, en su famoso ensayo El arte de la novela, distinguió esos modos narrativos y estudió su papel en la novela moderna. Luego lo hicieron Percy Lubbock y los críticos anglosajones. Ellos hablan de narración escénica, o simplemente de escena (scene en inglés), y de resumen (summary).
En las narraciones en prosa, lo más corriente es que estos dos modos de narrar se mezclen y no que se opongan. A veces se pasa de un modo a otro de una manera tan sutil que el lector ni siquiera lo percibe. Gustave Flaubert lo hace en varias ocasiones en el comienzo de Madame Bovary, que empieza con la escena de Charles entrando al salón de clases y continúa con varias frases de transición en las cuales el narrador introduce un resumen.
Sobre la mezcla de escenas, resúmenes y descripciones, dice Henry James en El arte de la novela:
Yo no puedo imaginarme una composición que exista en una serie de bloques, ni concebir en ninguna novela digna de ser discutida, un pasaje descriptivo que no resulte narrador en su intención, un pasaje de diálogo que no sea en su intención descriptivo, un toque de cualquier suerte de verdad que no participe de la naturaleza del incidente, o un incidente que derive su interés de cualquier otra fuente que la general y única de éxito de una obra de arte: la de ser ilustrativa. Una novela (una narración) es una cosa viva, toda una y continua, como cualquier otro organismo, y en proporción a como vive se descubrirá, creo yo, que en cada una de las partes hay algo de cada una de las demás partes.8
El ritmo nace del empleo diferenciado de los dos modos narrativos —la escena y el resumen— y de su combinación con la descripción. Así se producen las aceleraciones, las rupturas, las apariencias de fluencia continua, el desarrollo modulado de un relato.
El resumen es usado con frecuencia por los novelistas para presentar los antecedentes de la historia, explicar las circunstancias históricas, mostrar el ambiente familiar, el pasado de los protagonistas, su personalidad. Sirve, pues, para narrar en forma panorámica. Proporciona informaciones, establece relaciones entre situaciones diferentes, permite resbalar por encima de hechos poco importantes para la óptica de la narración, a fin de anticipar el futuro y hablar de lo posible. Mediante él el narrador puede insertar sus comentarios y sus juicios sobre los personajes que ha presentado en conjunto.
Este modo narrativo se emplea muchas veces en los desenlaces: los personajes se alejan de nosotros; su destino se ha cumplido en lo esencial y no les queda más que desaparecer.
Pero una historia no se puede sostener sólo con narraciones panorámicas. El narrador necesita detener su mirada, fijarla en un personaje o en un momento del relato; precisa dejar actuar a ese personaje ante él mismo y ante los lectores y permitir crecer los embriones de escenas que la historia contiene. Por eso acude al procedimiento narrativo de la escenificación.
Sobre la importancia de este procedimiento, es célebre la frase de Henry James, quien aconsejaba a los escritores jóvenes: “Dramatizad, dramatizad”, queriendo decir: “Escribid escenas”. La escena permite particularizar con nitidez ciertos pasajes de la historia: lo mismo que Flaubert le pedía que hiciera en sus relatos a Maupassant, cuando le manifestaba:
en el mundo entero no hay dos granos de arena, dos moscas, dos manos o dos narices absolutamente iguales, y ello me obliga a expresar, en algunas frases, un ser o un objeto de manera tal que se lo particularizase claramente, para distinguirlo de todos los demás seres o de todos los demás objetos de la misma raza o de la misma especie.9
Sobre el poder de las escenas combinadas con la descripción, Flaubert insistía ante Maupassant:
Cuando pase usted [...] ante un tendero sentado a la puerta de su tienda, delante de un portero que fuma en pipa, de una parada de coches, presénteme a este tendero, y a este portero tal como estén en su actitud, conteniendo también toda su apariencia física, indicada por medio de la imagen, y toda su naturaleza moral, de manera tal que no pueda confundirlos con ningún otro portero, y hágame ver, con una sola frase, en qué se diferencia un caballo de alquiler de los otros cincuenta que le siguen o le preceden.10
En este modo narrativo, el narrador describe las escenas desde el exterior, en el momento en que se desarrollan, sin resumir los hechos anteriores o volver sobre el pasado de los personajes. El autor no explica: muestra comportamientos.
La escena da a los hechos descritos un carácter único, representativo, decisivo, que corresponde a un momento de acentuación de la curva dramática: tiene lugar un hecho importante, los personajes se definen, los sentimientos y los conflictos estallan.
La escena, como ya se dijo, está sometida a los principios de unidad de tiempo, lugar y acción. El autor indica con precisión el marco físico —y ahí requiere el uso de la descripción—. El tiempo de duración de la escena puede ser medido cronológicamente (en el resumen el tiempo es más indeterminado: “unos años después...”), o puede ser indicado de manera más vaga, pero existe: “Por la tarde...”. En la escena hay detalles exteriores. Y se desarrolla una acción, sucede algo ante los ojos del lector: los personajes discuten, se sientan, pelean, caminan, se miran, se abrazan...
La descripción no es estrictamente un procedimiento narrativo distinto de la escenificación y el resumen, sino común a los dos. Si se mira el diccionario, este define la palabra como “la acción y efecto de describir”. Al explicar de manera un poco más amplia su sentido, dice que describir es “delinear, dibujar, figurar una cosa, presentándola de modo que dé cabal idea de ella”. También, “representar a personas o cosas por medio del lenguaje, refiriendo o explicando sus distintas partes, cualidades o circunstancias”.11
La descripción por sí sola no narra. Para hacerlo necesita combinarse con la escena o con el resumen. Por eso cuando se usa en forma exagerada y solitaria en las narraciones, estas se vuelven estáticas y los hechos avanzan a un ritmo demasiado lento o simplemente no avanzan. Casi todos los narradores de ficción y de no ficción recomiendan intercalarla en medio de las escenas y de los resúmenes y vigilar en forma cuidadosa su extensión.
***
En 1966, el periodista inglés Nicholas Tomalin fue a Vietnam y escribió un reportaje para el semanario Sunday Times, que luego Tom Wolfe recogió en su antología El Nuevo Periodismo como un ejemplo de esos reportajes que a pesar de ser escritos en un solo día constituyen piezas de una excelente calidad literaria.
Tomalin combinó en forma ágil los procedimientos narrativos descritos por Aristóteles en la Poética, intercalándolos uno tras otro en su reportaje. Para empezar, empleó un sumario de estilo contundente en el que resumió sin muchos detalles toda la historia:
El pasado viernes, después de un almuerzo ligero, el general James F. Hollingsworth, del Halcón Rojo, despegó en su helicóptero personal y mató más vietnamitas que todas las tropas bajo su mando.12
Ahí está, en un solo párrafo, toda la historia que se va a narrar en el reportaje. A continuación, Tomalin insertó un párrafo de transición en el que otro sumario da ciertos antecedentes del lugar donde suceden los hechos y explica algunas circunstancias particulares de la guerra en Vietnam:
La historia de la hazaña del general empieza en la oficina de la división, en Ki-Na, a 32 kilómetros al norte de Saigón, donde un coronel del cuerpo médico me explica que cuando recogen las bajas enemigas se encuentran con más de cuatro heridos civiles por cada vietcong... algo inevitable en este tipo de guerra.
Hasta el momento, el lector no ha visto al general. No sabe si es viejo o joven, blanco o negro. Sólo se ha enterado de modo indirecto de su hazaña. El tercer párrafo es una escena dedicada a presentarlo en forma directa, aunque sin describirlo de manera minuciosa:
El general entra a zancadas, cuelga dos medallas al mérito militar del pecho de uno de los médicos de campaña del coronel. Entonces sale de nuevo a zancadas hacia su helicóptero y extiende un mapa plastificado para explicar nuestra expedición vespertina.
Para fijar la imagen del general ante el lector, Tomalin acude en el cuarto párrafo a una descripción rápida del personaje basada en unos cuantos detalles:
El general tiene un rostro grande, genuinamente americano, que recuerda a todos los generales de las películas. Es de Texas y tiene 48 años. Su rango actual es general de brigada, subjefe de División, 1ª. División de Infantería, Ejército de los Estados Unidos (esto es lo que significa el gran dibujo rojo de la divisa de su hombro).
La descripción está seguida por una escena en la que hay un diálogo. El general explica sus intenciones y el lector cree escuchar su voz:
—Nuestra misión de hoy —gruñe el general— es alejar a esos malditos vietcongs de las carreteras 13 y 16. Estas son las carreteras 13 y 16, que van del norte de Saigón a la ciudad de Phuoc Vinh, donde tenemos la artillería. Cuando llegamos aquí por primera vez, limpiamos estas carreteras y expulsamos a Charlie Cong, y así pudimos transportar nuestros aprovisio-namientos. Creo que desde entonces hemos ido en misión de acá para allá y el vietcong ha creído que podría volver a infiltrarse. Ha hecho propaganda de que iba a interrumpir nuestro derecho a circular por esas carreteras. Por eso el objetivo de hoy es exterminarlo, exterminarlo y volverlo a exterminar, hasta que no quede ni uno solo. Sí, señor. Vamos.
***
El estilo de cada narrador y las peculiaridades del relato hacen que a veces se acuda a prácticamente un solo procedimiento narrativo. Así lo hizo Gabriel García Márquez en su reportaje Noticia de un secuestro, donde empleó sobre todo la técnica narrativa del sumario. La razón de esa elección estriba en que el periodista presenció muy pocas escenas de la historia que quería relatar, pues cuando empezó a investigarla era un hecho cumplido, y por eso debió acudir a los testimonios de los secuestrados y de los personajes que intervinieron en la negociación. En su prolongada labor de investigación para el libro, el escritor no pudo hablar con algunos de los principales protagonistas, como Pablo Escobar, el jefe mafioso que ordenó los secuestros. En cambio, habló con casi todas las víctimas que lograron sobrevivir, y habló también con los negociadores. Por eso su relato está tejido a base de versiones.
García Márquez narró así, en un típico párrafo de resumen, los antecedentes del encuentro que sostuvo el padre García Herreros con Pablo Escobar:
La única versión conocida de la visita del padre García Herreros a Pablo Escobar fue la que dio él mismo de regreso a La Loma. Contó que la casa donde lo recibiera era grande y lujosa, con una piscina olímpica y diversas instalaciones deportivas. En el camino tuvieron que cambiar de automóvil tres veces por motivos de seguridad, pero no los detuvieron en los muchos retenes de la policía por el aguacero recio que no cedió un instante. Otros retenes, según le contó el chofer, eran del servicio de seguridad de los Extraditables. Viajaron más de tres horas, aunque lo más probable es que lo hubieran llevado a una de las residencias urbanas de Pablo Escobar en Medellín, y que el chofer hubiera dado muchas vueltas para que el padre creyera que iban muy lejos de La Loma.13
Enseguida, García Márquez insertó un párrafo en el que predomina el resumen, pero al final se presentan una escena y una breve descripción, seguidas de un diálogo, luego de una transición muy rápida difícil de advertir para el lector:
Contó que lo recibieron en el jardín unos veinte hombres con las armas a la vista, a los cuales regañó por su mala vida y sus reticencias para entregarse. Pablo Escobar en persona lo esperó en la terraza, vestido con un conjunto de algodón blanco de andar por casa, y una barba muy negra y larga. El miedo confesado por el padre desde que llegó a La Loma, y luego en la incertidumbre del viaje, se disipó al verlo.
—Pablo —le dijo—, vengo a que arreglemos esta vaina.
Después de citar en forma textual las palabras del padre García Herreros, en un ejemplo típico de condensación de la narración, García Márquez resume en dos párrafos una conversación que duró tres cuartos de hora. De paso, da uno que otro detalle descriptivo:
Escobar le correspondió con igual cordialidad y con un gran respeto. Se sentaron en dos de los sillones de cretona floreada de la sala, frente a frente, y con el ánimo dispuesto para una larga charla de viejos amigos. El padre se tomó un whisky que acabó de calmarlo, mientras Escobar se bebió un jugo de frutas sorbo a sorbo y con todo su tiempo. Pero la duración prevista de la visita se redujo a tres cuartos de hora por la impaciencia natural del padre y el estilo oral de Escobar, tan conciso y cortante como el de sus cartas.
Preocupado por las lagunas mentales del padre, Villamizar lo había instruido para que tomara notas de la conversación. Así lo hizo, pero al parecer fue más lejos. Con el pretexto de su mala memoria, le pedía a Escobar que escribiera de su puño y letra sus propuestas esenciales, y una vez escritas se las hacía cambiar o tachar con el argumento de que eran imposibles de cumplir. Fue así como Escobar minimizó el tema obsesivo de la destitución de los policías acusados por él de toda clase de desmanes, y se concentró en la seguridad del lugar de reclusión.
***
Aunque la descripción no es uno de los procedimientos más dinámicos, a veces, para empezar una historia, un narrador prefiere usar un relato panorámico en el que acude casi en forma exclusiva a ella. De este modo introduce al lector en el escenario donde van a suceder los hechos. Es una especie de composición de lugar que ayuda al lector a desplegar en su mente el paisaje rural o urbano, abierto o cerrado, donde ocurre la acción. Así lo hizo Truman Capote en el primer párrafo de su novela-reportaje A sangre fría:
El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.14
Después de mostrar el paisaje que circunda al pueblo, en una especie de movimiento cinematográfico de aproximación, Truman Capote dedica el segundo párrafo a una mirada cada vez más próxima del desolado caserío de Holcomb:
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada por el sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso —BAILE—, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos “casas de apartamentos” del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como “el colegio” porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Una vez ha descrito el escenario, Truman Capote empieza a aproximarse poco a poco al corazón de su relato. Para ello usa varios párrafos en los que predomina el sumario. Pero luego comienza a preparar la introducción de una escena, deslizándose de un procedimiento a otro sin que el lector lo advierta o apenas lo note:
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos —en realidad pocos habitantes de Kansas— habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo —doscientos setenta— estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, mirar la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas secas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido... cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas.
***
Entre los llamados “nuevos periodistas” incluidos en la antología de Tom Wolfe, Rex Reed es uno de los mejores cultivadores del género de la entrevista. Reed se dedicó a escribir sobre algunas estrellas de cine e hizo retratos en los que se muestra como un maestro en el uso de la descripción, en el registro total del diálogo y en la observación de los detalles.
Cuando habló con la actriz Ava Gardner, ella acababa de asistir al estreno de la película de John Huston La Biblia. Así la presenta Reed, usando en forma sofisticada el arte de describir un personaje y un ambiente:
Ella está ahí, de pie, sin ayuda de filtros contra una habitación que se derrite bajo el calor de sofás anaranjados, paredes color lavanda y sillas de estrella de cine a rayas crema y menta, perdida en medio de este hotel de cupidos y cúpulas, con tantos dorados como un pastel de cumpleaños, que se llama Regency. No hay guión, ni un Minelli que ajuste los objetivos del CinemaScope. La lluvia helada golpea las ventanas y acribilla Park Avenue mientras Ava Gardner anda majestuosa en su rosada jaula leche-malta cual elegante leopardo. Lleva un suéter azul de cachemir de cuello alto arremangado hasta sus codos de Ava, y una minifalda de tartán y enormes gafas de montura negra y está gloriosa, divinamente descalza.15
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En 1965, Robert Christgau trabajaba como reportero para el Dorf Feature Service, una agencia que vendía noticias y reportajes a los grandes periódicos metropolitanos. Una noche en que él era el único reportero disponible, el Herald Tribune de Nueva York solicitó un artículo sobre la muerte de una muchacha que aparentemente había fallecido a causa del hambre por su adicción fanática a una dieta Zen. A pesar del escaso tiempo que tuvo a su disposición, Christgau escribió un relato que se lee como un cuento clásico, donde combina sabiamente las escenas y la descripción, para rematar con un párrafo de sumario:
Una tarde del pasado mes de febrero, Charlie Simon y su mujer, Beth Ann, paseaban por el parque de Washington Square. Los Simon no salían a menudo, pero cuando la hacían la gente se fijaba en ellos. Charlie, delgado y moreno, llevaba una frondosa barba y cabello largo hasta los hombros, llamativo incluso en el Village. Beth Ann, pequeña de busto y grande de caderas, de resplandeciente pelo negro, cara aceitunada y ojos inmensos, resultaba más que llamativa... era hermosa.
Beth Ann y Charlie estaban volando. Lo estaban por el tiempo que era claro y tibio. También lo estaban por la marijuana, lo cual no era nada nuevo. La habían probado muy a menudo desde su regreso de México a finales de 1963.16
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El escritor estadounidense James Agee no sólo fue novelista y crítico de cine. En la década del treinta, durante la llamada Gran Depresión, publicó un libro célebre que puede leerse como un reportaje o como una gran narración de carácter etnográfico, titulado Elogiemos ahora a hombres famosos. Agee viajó al sur del país, a la zona algodonera, acompañado por el fotógrafo Walker Evans, y convivió con varias familias pobres de la región. Su historia es como una pequeña sonata en la que se alternan varias voces narrativas. En muchos pasajes del libro también se mezclan los procedimientos narrativos. En este largo párrafo, por ejemplo, se combinan de modo magistral la escena, la descripción y el resumen, y el lector ni siquiera alcanza a percibirlo. La historia sucede frente a una pequeña iglesia descubierta por Agee y por Evans. Ambos estacionan su coche y bajan. El fotógrafo quiere tomar unas placas, pero en el lugar no hay nadie que pueda autorizarlos para entrar:
Mientras nos debatíamos sobre si forzar o no una ventana, una joven pareja de negros se acercó por la carretera. Sin que pareciera que mirasen más o menos rato, o con más o menos interés, de lo que podía gustar a un hombre blanco, y sin alterar el ritmo de sus pasos, nos observaron, a nosotros y el coche, el trípode y la cámara. Nosotros hablamos e inclinamos la cabeza, sonriendo con naturalidad; ellos hablaron e inclinaron la cabeza, gravemente, al pasar, y se volvieron a mirar una vez, no con disimulo, ni mucho rato, ni con sorna. Pese a nuestro conocimiento de nuestras propias intenciones, nos hicieron sentir vergüenza e inseguridad en nuestro deseo de entrar por la fuerza y poseer su iglesia, y al cabo de uno o dos minutos decidí seguirles y hablarles y preguntarles si sabían dónde podíamos encontrar a un pastor u otra persona que nos dejase entrar y si sería correcto. Estaban a unos cincuenta metros más arriba de la carretera, y mientras les seguía observé aspectos de ellos que no se ven tan fácilmente (como se ocultan los objetos circundantes al mirar una luz) cuando los propios ojos y rostro y los ojos y rostro de otra persona son visibles y apreciables mutuamente. Eran jóvenes, de cuerpos sobriamente elásticos, y fuertes, el hombre no muy delgado, la chica no muy rechoncha, y recordé sus caras suaves y sobrias, la de ella un poco ancha y sensible al amor y el placer, y la de él llena de recursos e inteligencia sin intelecto y sin engaño, y su extrema dignidad, exenta de esfuerzo en ellos, sin valoración ni defensa como la pretensión que irradia un adolescente rico y sociable; y me complacía también en la competencia y el ritmo de su caminar al sol, que era incapaz de ser menos que una danza muda, y en la belleza del sol en sus ropas, extrañas en ellos en un día laborable. Él llevaba pantalones oscuros, zapatos de vestir negros, una camisa blanca recién lavada con reflejos de azulete y un sombrero de paja flexible de tono amarillo claro con una ancha cinta floreada sobre fondo oscuro y una margarita en la cinta; ella, con las piernas brillantes, sin medias, llevaba zapatos de corte salón recién blanqueados, un vestido de algodón floreado de color rosa y un gran sol de paja sobre la coronilla. Sus manos se tocaban suavemente al andar, paso tras paso, pero no se cogían.17
***
A la hora de contar, el narrador puede entonces acudir a cualquiera de las dos formas de representación de la realidad de que hablaba Aristóteles en la Poética: la directa o la indirecta.
Si en su trabajo de investigación ha estado frente a muchas escenas y diálogos en los que los personajes se retratan a sí mismos con sus propias palabras y con sus propios actos, puede elegir, siguiendo el consejo de Henry James —“Dramatizad”—, el modo directo y escribir una historia más dramática, es decir una historia con más escenas. Para ello deberá emplear también la descripción.
Si en cambio logra acopiar su información por medio de testimonios y versiones de los acontecimientos y no presenció en forma directa muchas escenas, puede elegir el modo indirecto y escribir una historia con la mediación de uno o más narradores, es decir una historia con más sumarios que escenas. En este caso deberá igualmente utilizar la descripción para caracterizar a los personajes y mostrar los ambientes.
Si escoge la primera opción, logrará una historia más viva, más fresca, más visible a los ojos del lector, en una palabra, más realista. El lector tendrá la impresión de haber presenciado directamente todos los hechos.
Si elige la segunda opción, logrará una historia más panorámica, en la que los acontecimientos se relatan con más economía de palabras y mayor velocidad, pero también con más distancia; en otras palabras, escribirá una historia soportada casi exclusivamente en la fuerza que logre imprimirle a los hechos la voz del narrador.
Pero un consejo sabio es el del novelista Henry Ja-mes: no concebir la composición de la narración como una serie de bloques. Escribir muchas escenas, pero al mismo tiempo alternarlas con pasajes descriptivos y na-rrativos, con diálogos y con incidentes que sean ilustra-tivos de la historia. Así, de paso, se obtiene un ritmo que puede ser dosificado en cada pasaje —más lento, más rápido— de acuerdo con las peculiaridades del relato y las intenciones del narrador.
Porque toda narración, en último término, es una cosa viva, como un cuerpo. Y es también un todo continuo e inseparable, como cualquier otro organismo, y en cada una de sus partes hay algo de cada una de las demás.


Notas

1 Aristóteles, Poética, Monte Ávila, Caracas, 1991, p. 6.
2 Ibíd., pp. 19-20.
3 Ibíd., p. 6.
4 Ibíd., p. 7.
5 Ibíd., p. 20.
6 Ibíd., p. 30.
7 Roland Bourgneuf y Réal Ouellet, La novela, Ariel, Barcelona, 1983, p. 69.

8 Henry James, “El arte de la novela”, en: Obras escogidas, Aguilar, Madrid, 1958, pp. 1.179-1.180.

9 Guy de Maupassant, “La novela”, en: Pedro y Juan, Obras escogidas, Aguilar, Madrid, 1979, p. 18.
10 Ídem.
11 Diccionario de la Real Academia Española, Madrid, 1992, p. 498.
12 Nicholas Tomalin, “El general sale a exterminar a Charlie Cong”, en: Tom Wolfe, El Nuevo Periodismo, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 122.
13 Gabriel García Márquez, Noticia de un secuestro, Norma, Bogotá, 1996, p. 286.
14 Truman Capote, A sangre fría, Bruguera, Barcelona, 1980, p. 13.
15 Rex Reed, “¿Duerme usted desnuda?”, en: Tom Wolfe, El Nuevo Periodismo, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 83.
16 Robert Christgau, “Beth Ann y la macrobiótica”, en: Tom Wolfe, El Nuevo Periodismo, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 161.
17 James Agee y Walker Evans, Elogiemos ahora a hombres famosos, Seix Barral, Barcelona, 1993, p. 54.

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