jueves, 12 de abril de 2007

Aspectos del cuento

Julio Cortázar

Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género
literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o
choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez
definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial
manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado
fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso
realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden
describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo
filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un
mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de
principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías
definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha
de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo
descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de
la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas
leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi
búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo
demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran
ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es
excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas
expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de
entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del
problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del
cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea
así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos
valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas,
dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar
aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su
atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por
diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene
poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y
lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos
modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo
enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por
la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde
esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga
forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí
falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante
traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme
cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que
puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese
género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y
antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado
en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía
en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en
algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés
especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos
de lengua española le están dando al cuento una importancia
excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como
Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas
jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen
crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los
cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer
lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista,
de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco
incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen
por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo
entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura
que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una
gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin
conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma.
Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos
conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del
cuento por encima de las particularidades nacionales e
internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una
importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se
harán las antologías definitivas -como las hacen los países
anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces
de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en
abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea
convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá
contribuir a establecer una escala de valores para esa antología
ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados
malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen
adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma,
al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar
a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre
difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a
desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza
angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para
fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que
es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última
instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la
expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me
permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento
mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo
así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en
una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia
secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene
entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos
verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara
con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las
preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en
el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite
que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento
parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico,
al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas,
toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la
novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se
dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la
medida en que una película es en principio un "orden abierto",
novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida
limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que
abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza
estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su
arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el
que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos
aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un
Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un
fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de
manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par
en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que
trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras
en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más
amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos
parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis
que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de
gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el
cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un
acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí
mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el
lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la
inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de
la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento.
Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese
combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la
novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar
por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula
progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen
cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras
frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes
iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están
minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen
ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera
página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos,
meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único
recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba
o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado
parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El
tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como
condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para
provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse
por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema,
porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente
hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque
los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es
interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz
Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que
debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras
escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de
significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como
se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de
significativo. El elemento significativo del cuento parecería
residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un
acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de
irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio
doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine
Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen
implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante
de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando
quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual
que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a
veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema
de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay
allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces
conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos
es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos
compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones
frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de
una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los
cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo
estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de
ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota
reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no
reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría
de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios
similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de
significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las
de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema
sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada
para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce
el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de
detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para
tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un
cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que
aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel,
alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso,
obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es
un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo,
comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que
lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento.
Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista
escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera
irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran
mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de
mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante,
como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se
manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del
temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en
un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido
voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada
es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento.
Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué
ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o
inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre
excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser
extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al
contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y
cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del
imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas,
coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad
de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan
virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como
un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que
muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista,
astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser
más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de
sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y
todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida,
una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en
un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he
preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el
momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de
los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos
vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes
cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura,
siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene
su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos
nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de
Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un
recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de
Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La
muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de
Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y
seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son
obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria?
Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos
ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una
realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por
eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar
la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese
hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un
cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin
que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño
hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma
de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla
donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en
nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas
significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo
para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará
enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En
suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o
absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa
y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado,
así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y
ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es
significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa
significación se ve determinada en cierta medida por algo que está
fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo
que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y
literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido;
lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma
en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y
estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en
último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece
oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que
otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en
el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o
conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente
le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo
regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y
siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he
escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una
amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en
París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a
ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas
curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba
mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda
vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema
insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y
otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en
sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y
que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust
el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un
inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera
análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma
en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento
está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible
que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un
cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He
aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas
sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego
habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su
tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido
todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene
significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría;
ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está
esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el
cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene
que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que
proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese
extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta
indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen
caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y
llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a
los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra
bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven
igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista
capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la
literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para
volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a
escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese
oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima
propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa
la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para
después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus
circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más
hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad
y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema,
le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo
vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en
su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad
en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o
situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición
que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá
olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo
extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda
descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el
corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una
venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad
obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja
esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph
Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades
típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero
darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la
manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado.
Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento,
y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de
El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de
toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en
un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del
maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí
carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los
desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña.
Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del
relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor,
y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el
cuento.
En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores
más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo,
entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos
sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y
aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los
buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el
sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En
nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición
de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno
al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe
pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora
mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha
sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la
experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de
campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética.
Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y
mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los
aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de
pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un
Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de
tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura
de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas
que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de
clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para
escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un
relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los
giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el
color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se
cultiva en Cuba; ojalá que no...

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