jueves, 12 de abril de 2007

Mi vida, el periodismo y la literatura

Juan José Hoyos

El periodismo y la literatura han marcado mi vida desde hace muchos años. Desde que era un estudiante de bachillerato, han estado frente a mis ojos como los rieles de acero de una carrilera que tiene que llegar a alguna parte. Como un maquinista encargado de llevar una locomotora hasta su destino, no he tenido más opciones que arrancar, avanzar a toda máquina, poner el freno y parar en las estaciones. Pero siempre guiado por los dos rieles. A lo largo de mi vida, ha sido un viaje por el que he atravesado paisajes desconocidos, tierras de nadie... Pero siempre ha sido un viaje feliz.

Voy a hablarles de ese viaje, de esos paisajes, de las preguntas que he tenido que hacerme para llevar la locomotora hasta la última estación.

Entonces empecemos con la primera estación: Los libros. Esta historia, como la de muchas búsquedas, empieza con los libros, quiero decir con el legado de los muertos. En mi caso fueron los libros que había en mi casa: un diccionario viejo del que ya he contado su historia, un libro ilustrado de Las mil y una noches, un ejemplar de La Divina Comedia con grabados de Gustave Doré.

Quiero recordar un pasaje de una crónica que escribí contando un poco de mi historia. Es un fragmento de esa historia del diccionario. Evocando mi acercamiento a la lectura, dice:

“Es medianoche. La luz amarilla de la lámpara todavía está encendida. Puedo verla desde mi cama por el resplandor que se desprende de la pared de enfrente y atraviesa la cortina de gasa que separa su cuarto del mío. En la casa, todos duermen desde hace rato. Menos él. Menos yo, su hijo. ¿Qué hace? Me levanto sin hacer ruido. Lo miro. La tela blanca de la cortina, con su trama, desdibuja un poco las líneas de su cara, pero aun así, desde la penumbra, mis ojos pueden verlo. Tiene en sus manos un libro. Mi madre yace a su lado, hundida por completo en el sueño. Lo veo pasar las hojas embebido en la tarea de descifrar una tras otra las palabras. Mientras tanto, mi mente de niño se llena de preguntas acerca del misterio que él sostiene en las manos. ¿Qué le dicen, en silencio, esas hojas? ¿Qué historia lee con tanta pasión?

Nunca me atreví a preguntárselo, pero días más tarde él mismo, sin hablar demasiado, comenzó a darme algunas respuestas. Abrió un armario que permanecía cerrado en una esquina del cuarto y sacó varios libros. La mayoría eran muy viejos. Casi todos tenían manchas que los hacían ver como si hubieran sido rescatados del agua en algún naufragio. Mis ojos se detuvieron en el más grande de todos, que también era el más viejo. Había perdido una de las tapas y una que otra hoja porque la tela del lomo se estaba deshaciendo. La única tapa que aún lo protegía tenía un color indefinible, producto de las calamidades de los viajes, de pueblo en pueblo, guardado en las alforjas de las mulas. Mi padre lo puso en mis manos. Casi no puedo sostenerlo. Me dijo que era un diccionario. Su padre era maestro de escuela en un pueblo lejano, y lo había heredado del abuelo. Después de su muerte, el diccionario había pasado a manos de mi padre como única herencia.

Todavía recuerdo el olor a polvo y a humedad que se desprendía de sus hojas cuando yo las repasaba, maravillado, por las tardes, a mi regreso de la escuela. Pasaba horas enteras, tirado en el piso, contemplando los grabados. Era un Larousse ilustrado de comienzos del siglo XX”.

Este diccionario fue pues la puerta de entrada mía a los libros. Yo no sabía leer. No sabía qué era leer, pero veía a mi padre, como cuento aquí, todas las noches leyendo libros y llegó a mis manos esa herencia única que me había dejado mi abuelo.

Después de ese diccionario fueron otros libros. Fueron los libros de una biblioteca que recuerdo con un cariño muy especial: la Biblioteca Pública Piloto. Yo saqué carné de lector desde muy niño, alentado sobre todo por las historias que nos contaba un maestro de escuela. Que yo creo que es otra de las figuras hermosas que tenemos en nuestra historia, que nos acercan a los libros. Ese maestro había sido arriero y yo recuerdo que en las clases se ponía a contarnos historias que él había vivido en sus viajes, que le habían contado los campesinos que se encontraba en el camino, en las fondas, y los otros arrieros. Llegaba la hora del recreo y nosotros no queríamos salirnos del salón.

Después de eso, empezaron a llegar a mi vida algunos libros que también me marcaron, como Don Quijote de La Mancha. Después empecé a leer algunos poetas, sobre todo poetas del Siglo de Oro. Recuerdo en especial a San Juan de la Cruz. . Y ya, digamos, después de un tiempo de leer, empecé a leer el género que tal vez me marcó más y que me acercó más a este camino. Fueron las novelas. Tengo que admitirlo. Me tocaron las novelas rusas.

Ya después de haber leído estos libros y de haber resuelto... de haber resuelto, no... de haberme hecho muchas preguntas, yo diría que en ese viaje en tren llegué a una nueva estación. Fue hacia el final de mi adolescencia. Y aquí quisiera decir, como en ese recorrido en tren que empezó la parada en la segunda estación. Esa estación la llamaría yo el escribir.

En algún momento de mi vida, sin darme cuenta, empecé a escribir. Primero, algunos poemas. Después empecé a escribir algunos cuentos.

Era finales de los años sesenta y me acuerdo que estábamos muy marcados los jóvenes de la época por la publicación de algunas grandes novelas latinoamericanas de los últimos tiempos. Recuerdo en especial tres: La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; recuerdo Rayuela, de Julio Cortázar; y recuerdo Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

En medio de ese fervor muchas personas de mi generación empezamos a escribir. En ese momento nos enfrentamos a un dilema, un dilema que era el de casi todos los escritores jóvenes de la época. Y era más o menos éste: o irnos o quedarnos. Porque la mayoría de la gente de nuestra generación pensaba que parte de la formación de un escritor, que no se podía evitar, era el viaje fuera del país. Mucha gente se fue a España, mucha gente se fue a Francia. Otros se fueron a Estados Unidos. Yo sentí que en nuestro país empezaban a pasar unas cosas muy importantes, por lo menos para mi vida, para mi generación. Y yo opté por quedarme. Sobre todo porque ya había empezado a gravitar en mi vida este tema del que estamos hablando hoy: el periodismo.

Entonces yo diría que ahí mi tren llegó a una tercera estación, que fue la de la carrera de periodista.

Llegué al periodismo por la literatura. La literatura fue la que me llevó al periodismo. Pensé que si tenía que ganarme la vida de alguna manera, quería que fuera escribiendo. Para eso estudié a conciencia la historia, el oficio del periodismo después de haberme matriculado en la carrera de Periodismo en la Universidad de Antioquia. Allá descubrí la biblioteca de la universidad y sobre todo, me matriculé en muchos cursos de literatura. Por fortuna la carrera muy flexible en esa época y yo diría que me sobraron muchas materias para graduarme, de literatura. Pero esas fueron tal vez las materias que más me formaron y las que más agradezco en la universidad.

En ese momento entendía que el periodismo y la literatura estaban muy cerca. Y ese embarcarme en los estudios de periodismo no me alejó en absoluto de la escritura. Seguí escribiendo cuentos. Empecé a escribir una novela. Estoy hablando de los años setenta. Pero también en mi estudio de periodismo, en mi carrera, empecé a escribir algunos de los primeros reportajes.

Aquí quiero hacer una pausa para decirles algo que para mí fue muy importante en ese momento. Yo leía los cuentos que escribía y yo mismo me daba cuenta de que eran inventados. Que contaban una historia, pero que no tenían una fuerza que sí tenían los reportajes. Los reportajes no eran inventados. Descubrí, pues, una fuerza extraña en el periodismo que hasta ese momento sólo había encontrado en la gran literatura: su cercanía con la vida.

Y aquí hubo otro momento muy importante de esta relación estrecha que ha habido entre el periodismo y la literatura en mi vida. Y yo lo llamaría la cuarta estación.

Me acuerdo en especial de un reportaje, que se llama “Sentir que es un soplo la vida”. Años después publiqué un libro con una colección de crónicas y reportajes, y le puse ese título. Y le puse ese título porque ese fue un momento del que les voy a hablar más adelante, que me marcó. Era el año de 1973. Ese reportaje me llevó a la casa de Manuel Mejía Vallejo. Me alegra estar hablando de esto en una sala que lleva su nombre. Yo diría que Manuel Mejía Vallejo, en ese momento de mi vida, fue el primer escritor vivo que yo encontré que tenía una voz, una voz propia.

Parte de la búsqueda incansable de todo escritor es encontrar una voz. En mi vida, una de esas voces inconfundibles es la de Manuel Mejía Vallejo. Hasta en los sueños, para mí, su eco es familiar. La oí por primera vez una noche de 1973 en una vieja casa de techos altos que él tenía en medio de los edificios del centro de Medellín. En la casa había un zaguán corto, y en penumbra, y después un patio y un corredor. Al fondo, se podía distinguir un pequeño salón con algunos sillones forrados en una tela oscura, un baúl viejo que servía de mesa, y una lámpara que colgaba del techo y que formaba un pequeño charco de luz. Yo no lo había visto antes en persona, pero ahí, en medio de la gente y de la luz, había un hombre alto y blanco, de frente ancha y cabello negro, que contaba una historia con una voz recia, de campesino, haciendo pausas, llenas todas de la sabiduría de un viejo contador de cuentos. Mientras hablaba, fumaba un cigarrillo barato y sostenía en una mano un vaso de ron. Enseguida me di cuenta de que él era Manuel Mejía Vallejo.

Manuel pertenecía a una especie en extinción: la especie de los contadores de historias. La gente podía escucharlo hablar durante muchas horas, sin sentir pasar el tiempo, como el sultán escuchaba a Scherezade, en Las mil y una noches. Su otra gran obra, la de su conversación, se perdió para siempre, porque no quedó en los libros, cuando su vida se apagó en 1998 en su casa de Ziruma, en las montañas del oriente de Antioquia. Pero, yo sigo recordando en forma casi tan viva como esa noche su voz. Y por eso la invoco. La invoco en muchos momentos de mi vida y hoy la quiero invocar aquí en este recuento que les estoy haciendo de este viaje.

En verdad me pasó que después de conocer a Manuel Mejía Vallejo, después de empezar a leer sus cuentos, después de leer su novela Aire de tango, que en ese año ganó el premio nacional de novela, me encontré una tradición que conocía sólo de oídas y que conocía sólo por algunos cuentos de Tomás Carrasquilla. Pero nunca había encontrado un escritor vivo con una voz tan propia, tan verdadera como la de él. Me dije: “Bueno, Manuel tiene esa voz porque ha tenido una vida, tiene algo que contar y aprendió a narrar al lado de su gente contando su propia historia”.

Esto coincidió también en mis lecturas con otro momento feliz, que yo llamaría la quinta estación. Le pondría un letrero que es de un cuento de Anton Chéjov, una frase muy bonita que me marcó también en ese momento: No es conveniente el trato con las musas en la primavera.

Voy a hablarles un poquito de esta experiencia en detalle, porque diría que ahí mi vida cambió mi rumbo. Después del reportaje con Manuel Mejía, el que titulé en su momento “Sentir que es un soplo la vida” —basado sobre todo en un recuento de una novela que acaba de escribir que era Aire de tango, y de un montón de historias que estaba escribiendo y que luego se convirtieron en una de sus mayores novelas que es La casa de las dos palmas—, cambió mi hoja de ruta.

Yo estaba buscando una voz y en mis primeros reportajes empecé a encontrarla, como en ese reportaje. Además, leí dos cuentos que también me cambiaron. Uno de ellos se llama “En la primavera”, de Anton Chéjov, y el otro se llama “Una familia feliz”, de Lu Sin, un escritor chino tal vez menos conocido. Quiero contarles un poco de esos dos cuentos.

El cuento de Lu Sin también lo había leído en otra traducción que se llamaba “El escritor”. Lu Sin es un escritor del siglo XX en China que cambió por completo la literatura de su país, una literatura con una tradición milenaria. Lu Sin cuenta en este pequeño cuento la historia de un escritor joven que está casado, tiene una hija, y está llegando el invierno, y tiene que conseguir unos pesos para pagar la leña del próximo invierno. Y empieza a escribir un cuento para una revista literaria de la aristocracia, como era la literatura china en toda su tradición, con contadas excepciones. Y él empieza a describir un gran banquete. Describe el primer plato, en esas la mujer lo interrumpe para avisarle que el hombre que les había vendido la leña en el invierno anterior estaba en la puerta porque no se le había pagado. Él va y habla con el señor y le pide que le fíe la leña de este nuevo invierno y que él le paga las dos cargas de leña juntas. Y en fin, empieza una disputa entre la vida diaria del escritor y el tema de su cuento. Entonces, él describe el segundo plato. Llora la niña y él tiene que levantarse a cargarla. Vuelve a escribir. Escribe la entrada del tercer plato. Y lo que Lu Sin va tejiendo es una dualidad entre la vida de un escritor y el tema de su cuento. Finalmente, en la casa no hay sino una mesa y él único espacio vacío para poner la leña del siguiente invierno, ya que casi está empezando a caer la nieve, es debajo de la mesa en donde él escribe. Entonces, el leñador que les fía la leña comienza a traer la leña y como no cabe la leña debajo de la mesa también la amontonan encima de ella. Y ahí termina el cuento.

A mí ese cuento me hizo pensar mucho. Digamos que me dejó también a mí sin mesa para escribir. Y luego, no sé. Quiero decir que el azar no existe, porque cayó a mis manos un cuento de Anton Chéjov con un tema parecido. Sobre esa lectura yo escribí una crónica y voy a leerles un fragmento, porque ahora, que ya voy una estaciones más adelante, me di cuenta que esa parada en estación fue muy importante. La crónica dice así:

El libro estaba en un rincón de la biblioteca, en el cajón izquierdo, junto a los novelistas rusos, y yo pensaba que se me había perdido. Lo encontré porque llevaba varios días buscando un cuento de León Tolstoi para regalárselo a un amigo. Es un cuento hermoso y amargo sobre la cantidad de tierra que un hombre necesita. Un cuento de invierno, diría yo.

Pero los libros parecen vivos y tienen sus mañas. A veces se esconden por años. A veces, cuando uno menos piensa, reaparecen. El libro de Tolstoi decidió esconderse y éste, uno de Anton Chejov, reapareció de la nada como si un mago lo hubiera sacado de un sombrero. Abrí sus páginas y vi que estaba subrayado. Pensé: debí haberlo leído hace más de veinte años porque no he vuelto a rayar los libros. Mientras tanto, la lluvia de noviembre aporreaba sin compasión los vidrios de las ventanas de mi casa.

Los ojos rojos del hombre de la portada me asustaron. Detrás encontré un sello: “Librería La Anticuaria. Ayacucho. No. 47 – 46” El libro se abrió en la página 16, en una frase subrayada con lápiz: “¡Qué bien, qué espléndidamente se sienten las personas sencillas!” De inmediato recordé la historia. Sucedía en abril o mayo, cuando en los campos la nieve aún no se había derretido pero las almas gritaban saludando a la primavera. El protagonista era Makar Denísich, un joven que trabajaba como secretario y administrador de una hacienda de un general retirado del ejército imperial. El muchacho ganaba dos veces el salario de un jardinero, usaba camisas de cuello blanco, estaba bien alimentado, fumaba tabacos finos y cada que se encontraba con el general podía estrechar su mano blanca, sin hacer venias, como cualquier invitado a una de sus fiestas.

Pero a pesar de todo, el joven era desdichado. Siempre estaba callado. Sólo pensaba en sus libros. Quiero decir, los libros que leía y los que soñaba escribir. Porque Makar tenía muchos libros en su habitación y escribía, escribía…, cada tarde, cada noche. Después de la comida. En la madrugada, mientras los demás dormían. Sus papeles los guardaba en el fondo de un baúl, con sus pantalones, sus chalecos, sus pañuelos y sus píldoras. En un rincón, también guardaba una pila de revistas literarias que le habían publicado algunos de sus cuentos.

En el cuento de Chejov, en algún momento, se oye la voz del general que saluda a Makar desde el carruaje en que ha salido a pasear por la hacienda con su pequeña hija: “¡Maravilloso clima! ¡Todo un día de primavera! ¿Dando un paseo? ¡En busca de inspiración, supongo!”

Luego, el viejo, tirando de las riendas de su caballo, le habla al joven escritor de un cuento que ha leído esa mañana, mientras tomaba el café: “Ah, muchacho, ¡qué bella cosita he tenido entre mis manos! Una insignificancia de sólo dos páginas; pero, ¡qué encanto! Lástima que no sepa usted francés; se la daría para que la leyera…” Y mientras el general narra la historia, Makar la escucha incómodo, como sintiéndose culpable de no ser el autor francés que la escribió.

Chejov, que cuidaba cada línea de sus cuentos como un cirujano cuida la línea de corte del bisturí en la piel de un paciente anestesiado, se gasta varias páginas mostrando a Makar caminando lentamente por un sendero, con un sobretodo azul, un sombrero de peluche y un bastón. Cuenta cómo da cinco pasos, se detiene y mira al cielo. Mientras tanto, el jardinero contempla el renacer de las hojas de los árboles en las ramas todavía secas, con las manos en las caderas, y el cazador sonríe con insolencia adentrándose en el bosque. Makar anda encorvado, tose con timidez y parece de malhumor, como si la primavera pesara sobre él, sofocándolo con su belleza.

Sin darme cuenta, estaba leyendo el cuento al revés. Me devolví una página. La frase que había subrayado hacía años decía: “Hay que evitar cualquier contacto con las musas en primavera”.

La frase cayó sobre mis hombros como el aguacero que ahora hacía temblar los vidrios. Por mi mente pasaron muchos años a una velocidad de vértigo. Recorrí con los ojos una, dos, las cinco páginas del cuento, y entonces leí otra frase que tenía la misma marca ya envejecida de ese lápiz de mi época de estudiante de periodismo: “El egoísmo de autor es una enfermedad del alma; quien la contrae ya no oye el canto de los pájaros, ni ve la luz del sol ni la primavera; con sólo tocarlo levemente en su punto débil, todo su organismo se contrae por el dolor”.

Bueno, entonces tomé la decisión de huir del trato con las musas. Y ahí me dediqué al periodismo. Ahí yo llamaría a la estación siguiente la del periodismo. A partir de esa estación seguí buscando mi voz. Me hundí hasta el cuello en el periodismo. Me dediqué a recorrer mi ciudad, mi región, mi país. Me dediqué a escuchar a la gente. Fueron unos diez años de trabajo. Y lo que en un comienzo muchos de mis amigos, que tenían la misma vocación, vieron como una equivocación, yo descubrí luego que había sido la mejor elección que había tomado. Mejor dicho, no la mejor. No habría podido tomar otra. Pues en primer lugar estaba mi subsistencia y en segundo lugar mi subsistencia como escritor. Entonces, creo que el corazón no me hizo equivocar. Aunque a veces el corazón lo hace equivocar a uno, nunca lo hace mentir.

Ahí quería decirles algo también y es que si la literatura no es una necesidad, si escribir no es una necesidad, de pronto en una estación de esas uno se pierde. En eso no hay que tener miedo, creo yo. Y yo sé que aquí me están escuchando muchos escritores jóvenes. No hay que tener miedo a los dilemas ni hay que tener miedo a los caminos que se vengan, a las tierras de nadie, a los paisajes desconocidos.

Me sirvió haber huido del trato con las musas en la primavera. Y terminé, después de más o menos diez años de estar en el periodismo, comprendiendo que todo el periodismo que hice, con excepción de las noticias obligatorias de cada día, fue un periodismo que lo hice por la formación que había tenido como escritor, por la literatura que había leído. Me di cuenta además de que todas las herramientas que yo tenía para narrar eran las herramientas que yo había aprendido leyendo las novelas de Dostoievski, de Tolstoi, de Balzac, de Stendhal, de Charles Dickens, y en general de todos esos novelistas que ahora llamamos clásicos y que son sobre todo los novelistas de los siglos XVIII y XIX y algunos del siglo XX también.

Yo recuerdo que buscando una historia, pero buscando una historia que fuera mía y buscando mi propia voz, me encontré, donde menos pensaba, una historia para un cuento. Primero la pensé para un reportaje y decidí escribirla como un cuento. Tenía que ver con una hermana mía que había estado en Estados Unidos. Regresó a Colombia luego de trabajar muchos años y creyó que los ahorros que había traído le iban a alcanzar para el resto de la vida y, bueno, como ustedes saben no fue así. Entonces le tocó volverse a ir, pero ya no le dieron visa, porque habían cambiado los tiempos y ya no había necesidad de mano de obra en Estados Unidos, sino que estaba sobrando. Y le tocó irse por “el hueco”. Y la cogieron en la frontera entre Estados Unidos y México, en la zona de Tijuana. Entonces, ella salió para Estados Unidos en una especie de excursión. Iba por México y bueno como a los tres días estaba otra vez en mi casa, en la madrugada, deportada. La llevaron unos agentes del DAS. Yo dije: “Aquí tengo mi primera historia. Éste sí va a ser un cuento mío”. Y me puse a escribirlo.

Después me acuerdo que dije: “De pronto tengo una serie de historias que quisiera escribir en una novela”. Y en eso me animó mucho otro escritor muy importante que conocí, que se llama Mario Escobar Velásquez, y que me lo encontré porque se había ganado el mismo premio que se había ganado Manuel Mejía en 1973, con una novela muy importante de la literatura colombiana, que se llama Cuando pase el ánima sola. Conversamos varios días para escribir ese reportaje que me encargaron de El Tiempo y él lo único que me decía era: “Vos me estás haciendo trampa a mí... A vos te gusta mucho la literatura, ¿por qué no me advertiste?”. Y me seguía insistiendo. Cuando escribí el reportaje me dijo: “Vos has escrito literatura”. Y yo le confesé que sí. Me dijo: “Pero entonces vas a tener que volver a sentarte a escribir”. Ahí sí le hice trampa porque no le conté que estaba escribiendo algunos cuentos. Y me puse a escribir en los días de descanso una novela, que fue mi primera novela: Tuyo es mi corazón.

Empecé a escribirla tranquilo porque sentí que en el periodismo había encontrado mi propia voz. En 1984 acabé esa novela. Encontré quién me la publicara y abandoné el periodismo diario. Y en ese momento se me presentó otro dilema. Me puse a pensar que de pronto el periodismo ya se había agotado, mi carrera de periodista ya la había hecho y que ahora venía era la literatura. Entonces vino la nueva estación. El cielo que perdimos, la llamaría yo.

Logré entrar a la Universidad de Antioquia como profesor y empecé en 1985. En 1987 me dieron una beca para un taller de escritores en Estados Unidos. Las condiciones de la beca eran haber publicado un libro y estar escribiendo otro. Y yo ya había empezado a escribir El cielo que perdimos. En esa beca pude adelantar bastante, pero no pude terminar la novela. Regresé a la universidad y en 1990, más o menos, la terminé y la pude publicar también.

Y ahí ya empezó otra etapa de mi vida porque me metí mucho a los archivos, a leer periodismo antiguo, de nuestro país y de nuestra región. Yo creo que esa fue otra cosa muy importante, porque me encontré con una tradición narrativa muy fuerte.
Entonces, este regreso al periodismo nuestro me dio fuerzas para intentar algo que no había podido hacer en el periodismo de todos los días: escribir un reportaje largo, escribir un libro que fuera una historia real pero narrada con todos los recursos narrativos que le da a uno la literatura. Fue el libro El oro y la sangre. Lo logré publicar en el año 1994. Yo estuve acumulando documentos y testimonios de un caso que me había tocado cubrir en el periódico El Tiempo. Yo diría que ese fue otro año decisivo. Me salí de la universidad para volver al periodismo. Afortunadamente pedí una licencia. Hubo un nuevo encuentro con el periodismo y ahí también publiqué Sentir que es un soplo la vida.

En el archivo de periódicos que les cuento que visité me encontré otra vez el legado de los muertos: las voces de nuestros grandes narradores olvidados, los periodistas. De ese encuentro que ha sido largo, porque ha durado otros diez años, he logrado escribir un libro que se llama Literatura de urgencia, que está inédito. Otro libro que es dedicado a un escritor antioqueño, que a mi modo de ver es uno de los más importantes, llamado Francisco de Paula Muñoz, y se llama Un pionero del reportaje. También hice otra antología que se llama El periodismo en Antioquia. Y otro libro dedicado a los procedimientos narrativos del periodismo, a los periodistas jóvenes, a los escritores jóvenes, que se llama Escribiendo historias, en el año 2003.

Entonces a partir de este momento una parte de mi trabajo también empezó a tener que ver mucho con la historia del periodismo y sobre todo con la historia del periodismo narrativo. Una forma de hacer periodismo que ha recibido muchos nombres: Nuevo Periodismo, Periodismo Literario. Estudiando esa historia he comprendido que desde que el hombre inventó la escritura hay un hilo que une los cronistas de la antigüedad con los reporteros de los tiempos modernos. Ese hilo es, por un lado, la realidad, y por el otro, la palabra, su representación. Lo que los griegos llamaban la mímesis. Es decir, el mismo problema del arte de todos los tiempos. Tal vez por eso el periodismo moderno ha alcanzado su mejor expresión usando la misma caja de herramientas narrativas de los novelistas de los siglos XVIII y XIX. Tal vez por eso, muchos de los novelistas del siglo XX han alcanzado la cima de su arte usando la caja de herramientas de los periodistas. Se ha cumplido la profecía de Jean Paul Sartre: la novela moderna se parecerá cada vez más al reportaje. Esto quiere decir que el periodismo narrativo también puede llegar a ser un arte. También puede ser literatura.

Aquí tendría que hacer el recuento de muchos escritores. No los quiero cansar con esa lista. Pero va digamos desde Daniel Defoe hasta John Reed. Y desde escritores como, éste que les mencionaba, Francisco de Paula Muñoz hasta escritores más contemporáneos como Gonzalo Arango, Germán Pinzón, como Germán Castro Caycedo, para hablar ya del caso colombiano.

Quiero terminar diciéndoles, simplemente, que la conclusión de estos años de aprendizaje, para mí, puede resumirse en una frase que escribí en Literatura de urgencia hablando del periodismo de mi país: “En Colombia, buena parte de la mejor producción literaria de los siglos XIX y XX hay que buscarla en los periódicos. Son reportajes. El reportaje ha dado un testimonio de la vida del país tal vez más vivo y más complejo que la novela. Los mejores reportajes escritos en Colombia durante estos años han sido literatura. Literatura de urgencia. Y también literatura olvidada. Pero en todo caso gran literatura”.

Bueno y aquí llego a la última estación. Esto no es un vía crucis, sino un viaje en tren. Tampoco estoy hablando de la estación de la primavera. Sigo de viaje por la misma carrilera. Creo que la vida es ir de viaje. He vuelto al periodismo de otro modo: enriquecido por la literatura; he vuelto a la literatura de otro modo: enriquecido por la vida, por el periodismo, por las voces de nuestra gente, por nuestra historia. Creo que por fin he encontrado mi voz. En mi comienzo se encuentra mi final. El periodismo y la literatura han marcado mi vida desde hace muchos años. El mío ha sido un viaje en el que los dos han estado frente a mis ojos, como dos rieles de acero de una carrilera que tiene que llegar a alguna parte. A lo largo de mi vida, ha sido un viaje por el que he atravesado paisajes desconocidos, tierras de nadie... Pero siempre ha sido un viaje feliz.

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