jueves, 12 de abril de 2007

Mi vida, el periodismo y la literatura

Juan José Hoyos

El periodismo y la literatura han marcado mi vida desde hace muchos años. Desde que era un estudiante de bachillerato, han estado frente a mis ojos como los rieles de acero de una carrilera que tiene que llegar a alguna parte. Como un maquinista encargado de llevar una locomotora hasta su destino, no he tenido más opciones que arrancar, avanzar a toda máquina, poner el freno y parar en las estaciones. Pero siempre guiado por los dos rieles. A lo largo de mi vida, ha sido un viaje por el que he atravesado paisajes desconocidos, tierras de nadie... Pero siempre ha sido un viaje feliz.

Voy a hablarles de ese viaje, de esos paisajes, de las preguntas que he tenido que hacerme para llevar la locomotora hasta la última estación.

Entonces empecemos con la primera estación: Los libros. Esta historia, como la de muchas búsquedas, empieza con los libros, quiero decir con el legado de los muertos. En mi caso fueron los libros que había en mi casa: un diccionario viejo del que ya he contado su historia, un libro ilustrado de Las mil y una noches, un ejemplar de La Divina Comedia con grabados de Gustave Doré.

Quiero recordar un pasaje de una crónica que escribí contando un poco de mi historia. Es un fragmento de esa historia del diccionario. Evocando mi acercamiento a la lectura, dice:

“Es medianoche. La luz amarilla de la lámpara todavía está encendida. Puedo verla desde mi cama por el resplandor que se desprende de la pared de enfrente y atraviesa la cortina de gasa que separa su cuarto del mío. En la casa, todos duermen desde hace rato. Menos él. Menos yo, su hijo. ¿Qué hace? Me levanto sin hacer ruido. Lo miro. La tela blanca de la cortina, con su trama, desdibuja un poco las líneas de su cara, pero aun así, desde la penumbra, mis ojos pueden verlo. Tiene en sus manos un libro. Mi madre yace a su lado, hundida por completo en el sueño. Lo veo pasar las hojas embebido en la tarea de descifrar una tras otra las palabras. Mientras tanto, mi mente de niño se llena de preguntas acerca del misterio que él sostiene en las manos. ¿Qué le dicen, en silencio, esas hojas? ¿Qué historia lee con tanta pasión?

Nunca me atreví a preguntárselo, pero días más tarde él mismo, sin hablar demasiado, comenzó a darme algunas respuestas. Abrió un armario que permanecía cerrado en una esquina del cuarto y sacó varios libros. La mayoría eran muy viejos. Casi todos tenían manchas que los hacían ver como si hubieran sido rescatados del agua en algún naufragio. Mis ojos se detuvieron en el más grande de todos, que también era el más viejo. Había perdido una de las tapas y una que otra hoja porque la tela del lomo se estaba deshaciendo. La única tapa que aún lo protegía tenía un color indefinible, producto de las calamidades de los viajes, de pueblo en pueblo, guardado en las alforjas de las mulas. Mi padre lo puso en mis manos. Casi no puedo sostenerlo. Me dijo que era un diccionario. Su padre era maestro de escuela en un pueblo lejano, y lo había heredado del abuelo. Después de su muerte, el diccionario había pasado a manos de mi padre como única herencia.

Todavía recuerdo el olor a polvo y a humedad que se desprendía de sus hojas cuando yo las repasaba, maravillado, por las tardes, a mi regreso de la escuela. Pasaba horas enteras, tirado en el piso, contemplando los grabados. Era un Larousse ilustrado de comienzos del siglo XX”.

Este diccionario fue pues la puerta de entrada mía a los libros. Yo no sabía leer. No sabía qué era leer, pero veía a mi padre, como cuento aquí, todas las noches leyendo libros y llegó a mis manos esa herencia única que me había dejado mi abuelo.

Después de ese diccionario fueron otros libros. Fueron los libros de una biblioteca que recuerdo con un cariño muy especial: la Biblioteca Pública Piloto. Yo saqué carné de lector desde muy niño, alentado sobre todo por las historias que nos contaba un maestro de escuela. Que yo creo que es otra de las figuras hermosas que tenemos en nuestra historia, que nos acercan a los libros. Ese maestro había sido arriero y yo recuerdo que en las clases se ponía a contarnos historias que él había vivido en sus viajes, que le habían contado los campesinos que se encontraba en el camino, en las fondas, y los otros arrieros. Llegaba la hora del recreo y nosotros no queríamos salirnos del salón.

Después de eso, empezaron a llegar a mi vida algunos libros que también me marcaron, como Don Quijote de La Mancha. Después empecé a leer algunos poetas, sobre todo poetas del Siglo de Oro. Recuerdo en especial a San Juan de la Cruz. . Y ya, digamos, después de un tiempo de leer, empecé a leer el género que tal vez me marcó más y que me acercó más a este camino. Fueron las novelas. Tengo que admitirlo. Me tocaron las novelas rusas.

Ya después de haber leído estos libros y de haber resuelto... de haber resuelto, no... de haberme hecho muchas preguntas, yo diría que en ese viaje en tren llegué a una nueva estación. Fue hacia el final de mi adolescencia. Y aquí quisiera decir, como en ese recorrido en tren que empezó la parada en la segunda estación. Esa estación la llamaría yo el escribir.

En algún momento de mi vida, sin darme cuenta, empecé a escribir. Primero, algunos poemas. Después empecé a escribir algunos cuentos.

Era finales de los años sesenta y me acuerdo que estábamos muy marcados los jóvenes de la época por la publicación de algunas grandes novelas latinoamericanas de los últimos tiempos. Recuerdo en especial tres: La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; recuerdo Rayuela, de Julio Cortázar; y recuerdo Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

En medio de ese fervor muchas personas de mi generación empezamos a escribir. En ese momento nos enfrentamos a un dilema, un dilema que era el de casi todos los escritores jóvenes de la época. Y era más o menos éste: o irnos o quedarnos. Porque la mayoría de la gente de nuestra generación pensaba que parte de la formación de un escritor, que no se podía evitar, era el viaje fuera del país. Mucha gente se fue a España, mucha gente se fue a Francia. Otros se fueron a Estados Unidos. Yo sentí que en nuestro país empezaban a pasar unas cosas muy importantes, por lo menos para mi vida, para mi generación. Y yo opté por quedarme. Sobre todo porque ya había empezado a gravitar en mi vida este tema del que estamos hablando hoy: el periodismo.

Entonces yo diría que ahí mi tren llegó a una tercera estación, que fue la de la carrera de periodista.

Llegué al periodismo por la literatura. La literatura fue la que me llevó al periodismo. Pensé que si tenía que ganarme la vida de alguna manera, quería que fuera escribiendo. Para eso estudié a conciencia la historia, el oficio del periodismo después de haberme matriculado en la carrera de Periodismo en la Universidad de Antioquia. Allá descubrí la biblioteca de la universidad y sobre todo, me matriculé en muchos cursos de literatura. Por fortuna la carrera muy flexible en esa época y yo diría que me sobraron muchas materias para graduarme, de literatura. Pero esas fueron tal vez las materias que más me formaron y las que más agradezco en la universidad.

En ese momento entendía que el periodismo y la literatura estaban muy cerca. Y ese embarcarme en los estudios de periodismo no me alejó en absoluto de la escritura. Seguí escribiendo cuentos. Empecé a escribir una novela. Estoy hablando de los años setenta. Pero también en mi estudio de periodismo, en mi carrera, empecé a escribir algunos de los primeros reportajes.

Aquí quiero hacer una pausa para decirles algo que para mí fue muy importante en ese momento. Yo leía los cuentos que escribía y yo mismo me daba cuenta de que eran inventados. Que contaban una historia, pero que no tenían una fuerza que sí tenían los reportajes. Los reportajes no eran inventados. Descubrí, pues, una fuerza extraña en el periodismo que hasta ese momento sólo había encontrado en la gran literatura: su cercanía con la vida.

Y aquí hubo otro momento muy importante de esta relación estrecha que ha habido entre el periodismo y la literatura en mi vida. Y yo lo llamaría la cuarta estación.

Me acuerdo en especial de un reportaje, que se llama “Sentir que es un soplo la vida”. Años después publiqué un libro con una colección de crónicas y reportajes, y le puse ese título. Y le puse ese título porque ese fue un momento del que les voy a hablar más adelante, que me marcó. Era el año de 1973. Ese reportaje me llevó a la casa de Manuel Mejía Vallejo. Me alegra estar hablando de esto en una sala que lleva su nombre. Yo diría que Manuel Mejía Vallejo, en ese momento de mi vida, fue el primer escritor vivo que yo encontré que tenía una voz, una voz propia.

Parte de la búsqueda incansable de todo escritor es encontrar una voz. En mi vida, una de esas voces inconfundibles es la de Manuel Mejía Vallejo. Hasta en los sueños, para mí, su eco es familiar. La oí por primera vez una noche de 1973 en una vieja casa de techos altos que él tenía en medio de los edificios del centro de Medellín. En la casa había un zaguán corto, y en penumbra, y después un patio y un corredor. Al fondo, se podía distinguir un pequeño salón con algunos sillones forrados en una tela oscura, un baúl viejo que servía de mesa, y una lámpara que colgaba del techo y que formaba un pequeño charco de luz. Yo no lo había visto antes en persona, pero ahí, en medio de la gente y de la luz, había un hombre alto y blanco, de frente ancha y cabello negro, que contaba una historia con una voz recia, de campesino, haciendo pausas, llenas todas de la sabiduría de un viejo contador de cuentos. Mientras hablaba, fumaba un cigarrillo barato y sostenía en una mano un vaso de ron. Enseguida me di cuenta de que él era Manuel Mejía Vallejo.

Manuel pertenecía a una especie en extinción: la especie de los contadores de historias. La gente podía escucharlo hablar durante muchas horas, sin sentir pasar el tiempo, como el sultán escuchaba a Scherezade, en Las mil y una noches. Su otra gran obra, la de su conversación, se perdió para siempre, porque no quedó en los libros, cuando su vida se apagó en 1998 en su casa de Ziruma, en las montañas del oriente de Antioquia. Pero, yo sigo recordando en forma casi tan viva como esa noche su voz. Y por eso la invoco. La invoco en muchos momentos de mi vida y hoy la quiero invocar aquí en este recuento que les estoy haciendo de este viaje.

En verdad me pasó que después de conocer a Manuel Mejía Vallejo, después de empezar a leer sus cuentos, después de leer su novela Aire de tango, que en ese año ganó el premio nacional de novela, me encontré una tradición que conocía sólo de oídas y que conocía sólo por algunos cuentos de Tomás Carrasquilla. Pero nunca había encontrado un escritor vivo con una voz tan propia, tan verdadera como la de él. Me dije: “Bueno, Manuel tiene esa voz porque ha tenido una vida, tiene algo que contar y aprendió a narrar al lado de su gente contando su propia historia”.

Esto coincidió también en mis lecturas con otro momento feliz, que yo llamaría la quinta estación. Le pondría un letrero que es de un cuento de Anton Chéjov, una frase muy bonita que me marcó también en ese momento: No es conveniente el trato con las musas en la primavera.

Voy a hablarles un poquito de esta experiencia en detalle, porque diría que ahí mi vida cambió mi rumbo. Después del reportaje con Manuel Mejía, el que titulé en su momento “Sentir que es un soplo la vida” —basado sobre todo en un recuento de una novela que acaba de escribir que era Aire de tango, y de un montón de historias que estaba escribiendo y que luego se convirtieron en una de sus mayores novelas que es La casa de las dos palmas—, cambió mi hoja de ruta.

Yo estaba buscando una voz y en mis primeros reportajes empecé a encontrarla, como en ese reportaje. Además, leí dos cuentos que también me cambiaron. Uno de ellos se llama “En la primavera”, de Anton Chéjov, y el otro se llama “Una familia feliz”, de Lu Sin, un escritor chino tal vez menos conocido. Quiero contarles un poco de esos dos cuentos.

El cuento de Lu Sin también lo había leído en otra traducción que se llamaba “El escritor”. Lu Sin es un escritor del siglo XX en China que cambió por completo la literatura de su país, una literatura con una tradición milenaria. Lu Sin cuenta en este pequeño cuento la historia de un escritor joven que está casado, tiene una hija, y está llegando el invierno, y tiene que conseguir unos pesos para pagar la leña del próximo invierno. Y empieza a escribir un cuento para una revista literaria de la aristocracia, como era la literatura china en toda su tradición, con contadas excepciones. Y él empieza a describir un gran banquete. Describe el primer plato, en esas la mujer lo interrumpe para avisarle que el hombre que les había vendido la leña en el invierno anterior estaba en la puerta porque no se le había pagado. Él va y habla con el señor y le pide que le fíe la leña de este nuevo invierno y que él le paga las dos cargas de leña juntas. Y en fin, empieza una disputa entre la vida diaria del escritor y el tema de su cuento. Entonces, él describe el segundo plato. Llora la niña y él tiene que levantarse a cargarla. Vuelve a escribir. Escribe la entrada del tercer plato. Y lo que Lu Sin va tejiendo es una dualidad entre la vida de un escritor y el tema de su cuento. Finalmente, en la casa no hay sino una mesa y él único espacio vacío para poner la leña del siguiente invierno, ya que casi está empezando a caer la nieve, es debajo de la mesa en donde él escribe. Entonces, el leñador que les fía la leña comienza a traer la leña y como no cabe la leña debajo de la mesa también la amontonan encima de ella. Y ahí termina el cuento.

A mí ese cuento me hizo pensar mucho. Digamos que me dejó también a mí sin mesa para escribir. Y luego, no sé. Quiero decir que el azar no existe, porque cayó a mis manos un cuento de Anton Chéjov con un tema parecido. Sobre esa lectura yo escribí una crónica y voy a leerles un fragmento, porque ahora, que ya voy una estaciones más adelante, me di cuenta que esa parada en estación fue muy importante. La crónica dice así:

El libro estaba en un rincón de la biblioteca, en el cajón izquierdo, junto a los novelistas rusos, y yo pensaba que se me había perdido. Lo encontré porque llevaba varios días buscando un cuento de León Tolstoi para regalárselo a un amigo. Es un cuento hermoso y amargo sobre la cantidad de tierra que un hombre necesita. Un cuento de invierno, diría yo.

Pero los libros parecen vivos y tienen sus mañas. A veces se esconden por años. A veces, cuando uno menos piensa, reaparecen. El libro de Tolstoi decidió esconderse y éste, uno de Anton Chejov, reapareció de la nada como si un mago lo hubiera sacado de un sombrero. Abrí sus páginas y vi que estaba subrayado. Pensé: debí haberlo leído hace más de veinte años porque no he vuelto a rayar los libros. Mientras tanto, la lluvia de noviembre aporreaba sin compasión los vidrios de las ventanas de mi casa.

Los ojos rojos del hombre de la portada me asustaron. Detrás encontré un sello: “Librería La Anticuaria. Ayacucho. No. 47 – 46” El libro se abrió en la página 16, en una frase subrayada con lápiz: “¡Qué bien, qué espléndidamente se sienten las personas sencillas!” De inmediato recordé la historia. Sucedía en abril o mayo, cuando en los campos la nieve aún no se había derretido pero las almas gritaban saludando a la primavera. El protagonista era Makar Denísich, un joven que trabajaba como secretario y administrador de una hacienda de un general retirado del ejército imperial. El muchacho ganaba dos veces el salario de un jardinero, usaba camisas de cuello blanco, estaba bien alimentado, fumaba tabacos finos y cada que se encontraba con el general podía estrechar su mano blanca, sin hacer venias, como cualquier invitado a una de sus fiestas.

Pero a pesar de todo, el joven era desdichado. Siempre estaba callado. Sólo pensaba en sus libros. Quiero decir, los libros que leía y los que soñaba escribir. Porque Makar tenía muchos libros en su habitación y escribía, escribía…, cada tarde, cada noche. Después de la comida. En la madrugada, mientras los demás dormían. Sus papeles los guardaba en el fondo de un baúl, con sus pantalones, sus chalecos, sus pañuelos y sus píldoras. En un rincón, también guardaba una pila de revistas literarias que le habían publicado algunos de sus cuentos.

En el cuento de Chejov, en algún momento, se oye la voz del general que saluda a Makar desde el carruaje en que ha salido a pasear por la hacienda con su pequeña hija: “¡Maravilloso clima! ¡Todo un día de primavera! ¿Dando un paseo? ¡En busca de inspiración, supongo!”

Luego, el viejo, tirando de las riendas de su caballo, le habla al joven escritor de un cuento que ha leído esa mañana, mientras tomaba el café: “Ah, muchacho, ¡qué bella cosita he tenido entre mis manos! Una insignificancia de sólo dos páginas; pero, ¡qué encanto! Lástima que no sepa usted francés; se la daría para que la leyera…” Y mientras el general narra la historia, Makar la escucha incómodo, como sintiéndose culpable de no ser el autor francés que la escribió.

Chejov, que cuidaba cada línea de sus cuentos como un cirujano cuida la línea de corte del bisturí en la piel de un paciente anestesiado, se gasta varias páginas mostrando a Makar caminando lentamente por un sendero, con un sobretodo azul, un sombrero de peluche y un bastón. Cuenta cómo da cinco pasos, se detiene y mira al cielo. Mientras tanto, el jardinero contempla el renacer de las hojas de los árboles en las ramas todavía secas, con las manos en las caderas, y el cazador sonríe con insolencia adentrándose en el bosque. Makar anda encorvado, tose con timidez y parece de malhumor, como si la primavera pesara sobre él, sofocándolo con su belleza.

Sin darme cuenta, estaba leyendo el cuento al revés. Me devolví una página. La frase que había subrayado hacía años decía: “Hay que evitar cualquier contacto con las musas en primavera”.

La frase cayó sobre mis hombros como el aguacero que ahora hacía temblar los vidrios. Por mi mente pasaron muchos años a una velocidad de vértigo. Recorrí con los ojos una, dos, las cinco páginas del cuento, y entonces leí otra frase que tenía la misma marca ya envejecida de ese lápiz de mi época de estudiante de periodismo: “El egoísmo de autor es una enfermedad del alma; quien la contrae ya no oye el canto de los pájaros, ni ve la luz del sol ni la primavera; con sólo tocarlo levemente en su punto débil, todo su organismo se contrae por el dolor”.

Bueno, entonces tomé la decisión de huir del trato con las musas. Y ahí me dediqué al periodismo. Ahí yo llamaría a la estación siguiente la del periodismo. A partir de esa estación seguí buscando mi voz. Me hundí hasta el cuello en el periodismo. Me dediqué a recorrer mi ciudad, mi región, mi país. Me dediqué a escuchar a la gente. Fueron unos diez años de trabajo. Y lo que en un comienzo muchos de mis amigos, que tenían la misma vocación, vieron como una equivocación, yo descubrí luego que había sido la mejor elección que había tomado. Mejor dicho, no la mejor. No habría podido tomar otra. Pues en primer lugar estaba mi subsistencia y en segundo lugar mi subsistencia como escritor. Entonces, creo que el corazón no me hizo equivocar. Aunque a veces el corazón lo hace equivocar a uno, nunca lo hace mentir.

Ahí quería decirles algo también y es que si la literatura no es una necesidad, si escribir no es una necesidad, de pronto en una estación de esas uno se pierde. En eso no hay que tener miedo, creo yo. Y yo sé que aquí me están escuchando muchos escritores jóvenes. No hay que tener miedo a los dilemas ni hay que tener miedo a los caminos que se vengan, a las tierras de nadie, a los paisajes desconocidos.

Me sirvió haber huido del trato con las musas en la primavera. Y terminé, después de más o menos diez años de estar en el periodismo, comprendiendo que todo el periodismo que hice, con excepción de las noticias obligatorias de cada día, fue un periodismo que lo hice por la formación que había tenido como escritor, por la literatura que había leído. Me di cuenta además de que todas las herramientas que yo tenía para narrar eran las herramientas que yo había aprendido leyendo las novelas de Dostoievski, de Tolstoi, de Balzac, de Stendhal, de Charles Dickens, y en general de todos esos novelistas que ahora llamamos clásicos y que son sobre todo los novelistas de los siglos XVIII y XIX y algunos del siglo XX también.

Yo recuerdo que buscando una historia, pero buscando una historia que fuera mía y buscando mi propia voz, me encontré, donde menos pensaba, una historia para un cuento. Primero la pensé para un reportaje y decidí escribirla como un cuento. Tenía que ver con una hermana mía que había estado en Estados Unidos. Regresó a Colombia luego de trabajar muchos años y creyó que los ahorros que había traído le iban a alcanzar para el resto de la vida y, bueno, como ustedes saben no fue así. Entonces le tocó volverse a ir, pero ya no le dieron visa, porque habían cambiado los tiempos y ya no había necesidad de mano de obra en Estados Unidos, sino que estaba sobrando. Y le tocó irse por “el hueco”. Y la cogieron en la frontera entre Estados Unidos y México, en la zona de Tijuana. Entonces, ella salió para Estados Unidos en una especie de excursión. Iba por México y bueno como a los tres días estaba otra vez en mi casa, en la madrugada, deportada. La llevaron unos agentes del DAS. Yo dije: “Aquí tengo mi primera historia. Éste sí va a ser un cuento mío”. Y me puse a escribirlo.

Después me acuerdo que dije: “De pronto tengo una serie de historias que quisiera escribir en una novela”. Y en eso me animó mucho otro escritor muy importante que conocí, que se llama Mario Escobar Velásquez, y que me lo encontré porque se había ganado el mismo premio que se había ganado Manuel Mejía en 1973, con una novela muy importante de la literatura colombiana, que se llama Cuando pase el ánima sola. Conversamos varios días para escribir ese reportaje que me encargaron de El Tiempo y él lo único que me decía era: “Vos me estás haciendo trampa a mí... A vos te gusta mucho la literatura, ¿por qué no me advertiste?”. Y me seguía insistiendo. Cuando escribí el reportaje me dijo: “Vos has escrito literatura”. Y yo le confesé que sí. Me dijo: “Pero entonces vas a tener que volver a sentarte a escribir”. Ahí sí le hice trampa porque no le conté que estaba escribiendo algunos cuentos. Y me puse a escribir en los días de descanso una novela, que fue mi primera novela: Tuyo es mi corazón.

Empecé a escribirla tranquilo porque sentí que en el periodismo había encontrado mi propia voz. En 1984 acabé esa novela. Encontré quién me la publicara y abandoné el periodismo diario. Y en ese momento se me presentó otro dilema. Me puse a pensar que de pronto el periodismo ya se había agotado, mi carrera de periodista ya la había hecho y que ahora venía era la literatura. Entonces vino la nueva estación. El cielo que perdimos, la llamaría yo.

Logré entrar a la Universidad de Antioquia como profesor y empecé en 1985. En 1987 me dieron una beca para un taller de escritores en Estados Unidos. Las condiciones de la beca eran haber publicado un libro y estar escribiendo otro. Y yo ya había empezado a escribir El cielo que perdimos. En esa beca pude adelantar bastante, pero no pude terminar la novela. Regresé a la universidad y en 1990, más o menos, la terminé y la pude publicar también.

Y ahí ya empezó otra etapa de mi vida porque me metí mucho a los archivos, a leer periodismo antiguo, de nuestro país y de nuestra región. Yo creo que esa fue otra cosa muy importante, porque me encontré con una tradición narrativa muy fuerte.
Entonces, este regreso al periodismo nuestro me dio fuerzas para intentar algo que no había podido hacer en el periodismo de todos los días: escribir un reportaje largo, escribir un libro que fuera una historia real pero narrada con todos los recursos narrativos que le da a uno la literatura. Fue el libro El oro y la sangre. Lo logré publicar en el año 1994. Yo estuve acumulando documentos y testimonios de un caso que me había tocado cubrir en el periódico El Tiempo. Yo diría que ese fue otro año decisivo. Me salí de la universidad para volver al periodismo. Afortunadamente pedí una licencia. Hubo un nuevo encuentro con el periodismo y ahí también publiqué Sentir que es un soplo la vida.

En el archivo de periódicos que les cuento que visité me encontré otra vez el legado de los muertos: las voces de nuestros grandes narradores olvidados, los periodistas. De ese encuentro que ha sido largo, porque ha durado otros diez años, he logrado escribir un libro que se llama Literatura de urgencia, que está inédito. Otro libro que es dedicado a un escritor antioqueño, que a mi modo de ver es uno de los más importantes, llamado Francisco de Paula Muñoz, y se llama Un pionero del reportaje. También hice otra antología que se llama El periodismo en Antioquia. Y otro libro dedicado a los procedimientos narrativos del periodismo, a los periodistas jóvenes, a los escritores jóvenes, que se llama Escribiendo historias, en el año 2003.

Entonces a partir de este momento una parte de mi trabajo también empezó a tener que ver mucho con la historia del periodismo y sobre todo con la historia del periodismo narrativo. Una forma de hacer periodismo que ha recibido muchos nombres: Nuevo Periodismo, Periodismo Literario. Estudiando esa historia he comprendido que desde que el hombre inventó la escritura hay un hilo que une los cronistas de la antigüedad con los reporteros de los tiempos modernos. Ese hilo es, por un lado, la realidad, y por el otro, la palabra, su representación. Lo que los griegos llamaban la mímesis. Es decir, el mismo problema del arte de todos los tiempos. Tal vez por eso el periodismo moderno ha alcanzado su mejor expresión usando la misma caja de herramientas narrativas de los novelistas de los siglos XVIII y XIX. Tal vez por eso, muchos de los novelistas del siglo XX han alcanzado la cima de su arte usando la caja de herramientas de los periodistas. Se ha cumplido la profecía de Jean Paul Sartre: la novela moderna se parecerá cada vez más al reportaje. Esto quiere decir que el periodismo narrativo también puede llegar a ser un arte. También puede ser literatura.

Aquí tendría que hacer el recuento de muchos escritores. No los quiero cansar con esa lista. Pero va digamos desde Daniel Defoe hasta John Reed. Y desde escritores como, éste que les mencionaba, Francisco de Paula Muñoz hasta escritores más contemporáneos como Gonzalo Arango, Germán Pinzón, como Germán Castro Caycedo, para hablar ya del caso colombiano.

Quiero terminar diciéndoles, simplemente, que la conclusión de estos años de aprendizaje, para mí, puede resumirse en una frase que escribí en Literatura de urgencia hablando del periodismo de mi país: “En Colombia, buena parte de la mejor producción literaria de los siglos XIX y XX hay que buscarla en los periódicos. Son reportajes. El reportaje ha dado un testimonio de la vida del país tal vez más vivo y más complejo que la novela. Los mejores reportajes escritos en Colombia durante estos años han sido literatura. Literatura de urgencia. Y también literatura olvidada. Pero en todo caso gran literatura”.

Bueno y aquí llego a la última estación. Esto no es un vía crucis, sino un viaje en tren. Tampoco estoy hablando de la estación de la primavera. Sigo de viaje por la misma carrilera. Creo que la vida es ir de viaje. He vuelto al periodismo de otro modo: enriquecido por la literatura; he vuelto a la literatura de otro modo: enriquecido por la vida, por el periodismo, por las voces de nuestra gente, por nuestra historia. Creo que por fin he encontrado mi voz. En mi comienzo se encuentra mi final. El periodismo y la literatura han marcado mi vida desde hace muchos años. El mío ha sido un viaje en el que los dos han estado frente a mis ojos, como dos rieles de acero de una carrilera que tiene que llegar a alguna parte. A lo largo de mi vida, ha sido un viaje por el que he atravesado paisajes desconocidos, tierras de nadie... Pero siempre ha sido un viaje feliz.

¿Quién cuenta la historia?

Juan José Hoyos

Un relato, sea de ficción o de no ficción, siempre es una historia contada por alguien. El relato no puede contarse a sí mismo. Por el contrario, en todos los casos, requiere de un narrador. Y este es el primer personaje que debe inventar todo escritor cuando cuenta una historia.

De ahí que el punto de vista sea un problema central tanto en los relatos de ficción como en los de no ficción. Tal vez por eso ha preocupado durante muchos años a novelistas, cuentistas, críticos, profesores de literatura y de escritura creativa, y también a los periodistas que escriben crónicas, reportajes, entrevistas o perfiles. Los periodistas que renovaron la tradición narrativa de los diarios y revistas de Occidente, a comienzos de la década del sesenta, tenían esta como una de sus grandes preocupaciones, según lo admite Tom Wolfe en el prólogo a El Nuevo Periodismo:

La voz del narrador, de hecho, era uno de los grandes problemas en la literatura de no ficción. La mayoría de los escritores de no ficción sin saberlo, lo hacían en una tradición británica vieja de un siglo, según la cual se daba por entendido que el narrador debe asumir una voz tranquila, cultivada y, de hecho, distinguida. La idea era que la voz del narrador debía ser como las paredes blanquecinas o amarillentas que Syrie Maugham popularizó en la decoración de interiores... un “fondo neutral” sobre el cual pudieran destacar pequeños toques de color.1

A lo largo de la historia y a medida que se han multiplicado los estudios literarios, el punto de vista ha recibido muchos nombres. Algunos prefieren llamarlo foco de la narración, o sea lugar desde el cual se cuenta la historia. Otros lo llaman pacto narrativo. Otros le dicen voz. Los más pragmáticos, que casi siempre son los escritores y críticos de la escuela anglosajona, optan por designarlo con las palabras del inglés correspondientes a punto de vista: point of view.

Llámese de una forma o de otra, lo cierto es que el punto de vista representa para el autor la decisión más importante a la hora de narrar: el problema de crear su primer personaje, antes de que existan los demás. En otras palabras, crear el narrador, que no es siempre el mismo autor.

Sin saber quién va a contar la historia ningún escritor puede avanzar siquiera un párrafo en un relato, a menos que elija escribir a ciegas.

El problema del punto de vista tiene que ver, entre otras, con estas preguntas: ¿Desde qué perspectiva serán relatados los incidentes de la historia? ¿Quién cuenta la historia? ¿Es el narrador uno de los personajes de la historia?; ¿o es alguien que observa todo lo que pasa, desde afuera del relato y de la acción? ¿Cuánto conoce el narrador acerca de los hechos de la historia? ¿Está enterado el narrador de los pensamientos de uno de los personajes?; ¿o de dos?; ¿o de todos?; ¿o no está enterado de lo que piensa ninguno de ellos? ¿Qué relación tiene el narrador con los lectores? ¿Cuánto sabe el narrador acerca del pasado, el presente, el futuro, los pensamientos, las acciones y los caracteres de los personajes? ¿Cuál es su relación con ellos?
Existen muchas clasificaciones del narrador. Tal vez la más antigua sea la que lo asocia a la persona gramatical de la voz que cuenta la historia, y se habla entonces de narradores en primera, segunda o tercera persona, tanto del singular como del plural.

Algunos novelistas que han estudiado el punto de vista se han detenido en esta clasificación que podríamos llamar la de los autores.

Uno de ellos es el escritor inglés William Somerset Maugham, quien en su libro Diez novelas y sus autores pondera el valor del narrador en primera persona. Estudiando el caso de Moby Dick, la novela de Herman Melville, se atreve a decir que tal vez el mejor narrador de las novelas que él ha leído en su vida es el personaje llamado Ismael, un narrador testigo que habla en primera persona y que sobrevivió a un naufragio.

Sobre el punto de vista, dice Maugham:

Existen dos maneras principales de escribir una novela. Cada una de ellas posee sus ventajas y sus desventajas. Una manera es escribirla en primera persona, la otra es escribirla desde el punto de vista de la omnisciencia. En la segunda, el autor puede decirle a uno lo que piensa si cree que es necesario que nos guíe para seguir su argumento y comprender a sus personajes. Puede describir sus emociones y sus motivos desde el interior. Si uno cruza la calle, el autor puede decirnos por qué lo hace y lo que resultará de ello. Puede describirnos un grupo de personas y una serie de acontecimientos y luego, dejándoles aparte durante un período, presentarnos otra serie de acontecimientos y otra serie de personas, despertando de esta guisa un llameante interés y, al complicar su historia, producir una impresión de la multiplicidad, complejidad y diversidad de la vida.2

Maugham advierte que la novela escrita desde el punto de vista de la omnisciencia corre el riesgo de ser inmanejable, prolija y difusa. El método, por lo demás, exige cosas que el autor no siempre da: tiene que meterse dentro de la piel de cada uno de sus personajes, sentir sus sentimientos, pensar sus pensamientos. Esto sólo puede lograrlo cuando lleva en sí mismo algo del personaje que ha creado. Cuando no ocurre así, el autor únicamente consigue ver el personaje desde el exterior y entonces a este le falta el don de la persuasión, indispensable para hacer que el lector crea en él.

El novelista norteamericano Henry James habló de otro punto de vista, que puede ser descrito como una variedad del método de la omnisciencia. En esta clase de voz narrativa, el autor continúa siendo omnisciente, pero su omnisciencia se concentra en un solo personaje. Así, en su novela Los embajadores, la historia se va relatando a través de lo que ve, oye, siente, piensa y sospecha un personaje llamada Strether. Los caracteres de los otros personajes no están desarrollados.

Según Maugham, “este método da a la novela algo del misterio de un relato policíaco y también la cualidad dramática que Henry James estaba siempre deseando obtener”.
Muchas novelas, sobre todo las llamadas novelas realistas del siglo XIX, fueron escritas empleando el punto de vista de la omnisciencia. Pero contar una historia en primera persona también tiene sus ventajas. Como en el método de la omnisciencia concentrada en un solo personaje, otorga verosimilitud a la narración y obliga al autor a ceñirse al personaje central, dado que sólo puede contar lo que este ha visto, oído o hecho. Otra ventaja es que provoca la simpatía del lector hacia el narrador, pues concentra alrededor de él toda la atención.

Sin embargo, tal método tiene una desventaja cuando el narrador es también el héroe: “se le encuentra demasiado fatuo cuando relata sus victoriosas hazañas y estúpido cuando no ve que la heroína le quiere, cosa que es obvia para el lector”, dice Maugham.3

Hay una variedad de esta voz narrativa que tuvo un inmenso éxito ante todo durante los siglos XVII y XVIII, y es la novela epistolar. Ejemplos de esta clase de novelas son La nueva Eloísa y Las amistades peligrosas. En ellas las cartas están redactadas en primera persona, pero proceden de personajes distintos. Este método tiene la ventaja de ser muy verosímil, pero también tiene sus defectos: es una manera complicada y retorcida de contar una historia, y además la trama principal se despliega ante los ojos del lector con demasiada lentitud. Las cartas, por lo común, son largas y contienen mucha palabrería relacionada con hechos secundarios que poco interesan al lector, quien termina por aburrirse y abandonar el libro.
Maugham sostiene que otra variedad de la novela escrita en primera persona evita los defectos del método y pone de manifiesto todos sus méritos. “Esta es quizá la forma más adecuada y efectiva en que una novela puede ser escrita”, dice el novelista inglés. Y luego agrega:

Este magnífico empleo del método puede ser comprobado en Moby Dick, de Herman Melville. En esta variedad, el autor cuenta la historia él mismo, pero él no es el héroe y la historia que narra no es la suya. Él es un personaje dentro de la historia, y está más o menos relacionado íntimamente con las personas que toman parte en ella. Como el coro de la tragedia griega, él es un reflejo de las circunstancias de las cuales es testigo; puede lamentarse, puede dar consejos, pero no ejerce poder ni influencia sobre el curso de los acontecimientos. Toma confianza con el lector y le cuenta todo lo que sabe, lo que espera y lo que teme, y cuando se siente perplejo, se lo dice francamente [...] El narrador y el lector se sienten unidos en su común interés por el personaje de la novela, por su carácter, motivos y conducta; y el narrador comparte con el lector la misma clase de familiaridad que él goza con los seres de su invención. Obtiene un efecto de verosimilitud tan persuasivo como el que obtiene el autor cuando es él mismo el héroe de la novela [...] sin excitar el antagonismo...4

***

Maugham no ahonda en otros puntos de vista porque al parecer, para los propósitos de su ensayo, no le interesan. Pero los críticos, desde el clásico ensayista que sentó muchas de las bases de la crítica moderna —hablo de Percy Lubbock— hasta aquellos de las más recientes escuelas surgidas del movimiento estructuralista, han demostrado que el problema del punto de vista es demasiado complejo, pues no implica solamente la persona gramatical, sino la credibilidad del narrador, su cercanía o su lejanía con la narración misma, su grado de conocimiento de los hechos. Además han señalado que no sólo existe el autor real sino también el autor implícito. Se habla igualmente de narrador homodiegético (el que está dentro de la narración) y narrador heterodiegético (el que está afuera).

Según Teresa Imízcoz,5 profesora de teoría literaria en universidades de España y Estados Unidos, en líneas generales se puede decir que las diversas escuelas y tradiciones literarias se diferencian en el grado de presencia que el narrador tiene en la historia. Esto depende de si se entiende la narración como mostrar (to show) o como contar (to tell). Mostrar equivale a darle mayor importancia a las escenas. En esta línea se halla la tradición narrativa anglo-norteamericana, la cual pretende que el narrador desaparezca en el grado máximo posible en la historia para que sólo tengan relieve los hechos. Un exponente clásico de esta escuela es Henry James, quien apostaba por una narración de corte dramático en el sentido de mostrar los hechos como si sucedieran frente a los ojos del lector, y no en el de contarlos, resumiéndolos. Para James, un buen narrador era el que no aparecía, que no se dejaba ver, pero estaba ahí detrás, dirigiendo la narración. Contar, por el contrario, significa otorgarle prioridad a la voz que narra. En esta otra línea se inscribe buena parte de la tradición europea y sobre todo la francesa, cuyos novelistas y críticos, con excepción de Gustave Flaubert, insisten en que la ausencia total del narrador en el texto es imposible.

Una aclaración importante radica en la distinción entre autor y narrador. El primero es la persona que escribe la historia. El segundo, por su parte, es una figura de ficción creada por el autor y que cuenta la historia. A veces, autor y narrador coinciden, como en el caso de la autobiografía. Pero esto no es lo más común ni en la novela ni en otros relatos de ficción. En cambio ocurre con frecuencia en las historias de no ficción.

Por otro lado, críticos como Wayne C. Booth y Mijail Bajtín han planteado teorías interesantes a este respecto. El primero habla del autor implícito. Booth opina que una novela “mostrada” (showing) no es superior a una novela “narrada” (telling) y que la presencia del autor en el texto es inevitable y fácil de detectar. El llamado autor implícito se sitúa entonces en un nivel intermedio entre el autor real y el narrador. Bajtín, por su parte, sostiene que tras el personaje asoma siempre la imagen del autor.

El asunto se complica aún más cuando el autor real se hace presente en calidad de personaje, como en los casos de Niebla, la novela de Miguel de Unamuno, y “El ejército de las sombras”, el reportaje de Norman Mailer. En ambos, Unamuno y Mailer aparecen con el mismo nombre, el uno alojado en Salamanca y el otro desfilando en una marcha pacifista por una avenida de Washington.

Volviendo a la discusión entre la línea del showing (mostrar los hechos) y la del telling (narrarlos), Teresa Imízcoz asegura que la escuela anglo-norteamericana comete un error al identificar la narración directa con la narración objetiva, pues la presencia del narrador y la personalización del relato, sobre todo en el periodismo y la no ficción, dotan a este de mayor objetividad, ya que el narrador se presenta como investigador, como persona rigurosa y creíble:

Con esto quiero decir que la presencia del narrador no es, en sí misma, indicadora de una mayor o menor objetividad, sino que esta se hallará determinada por el género en el que se use, el pacto de lectura que se establezca, las pautas que el autor dé al lector para detectar la objetividad o no del texto, quedando vinculada la objetividad a la credibilidad que el narrador consiga transmitir al lector o espectador.6
Otros narratólogos que diferencian la dramatización de la narración pura son Roland Bourgneuf y Réal Ouellet. En su libro La novela, los autores hablan del punto de vista como un pacto narrativo que modera la relación entre narrador y narratario o sujeto hacia el cual está dirigida la narración, y lo definen como el ángulo de visión, el foco narrativo o el punto óptico en el que se sitúa el narrador para contar la historia.

Para ellos, la dramatización es el modo narrativo de mostrar la historia y se asemeja mucho al método empleado por la antigua tragedia. También responde a la exhortación de Henry James cuando pedía a los novelistas que escribieran escenas, es decir, que dramatizaran la historia. La narración pura, en cambio, está apuntalada en la voz del narrador, por la cual pasan todos los hechos que se cuentan.

Bourgneuf y Ouellet resumen las posturas frente al punto de vista a lo largo de la historia de la literatura como oposiciones entre la omnisciencia y la visión limitada, entre la dramatización y la narración pura, entre el showing y el telling, y entre la primera y la tercera persona. A estas posturas, según ellos, se agrega recientemente la mayor o menor distancia del narrador frente al tema y la teoría del autor implícito esbozada por Wayne C. Booth.

***

Otro de los autores que más han influido en la narratología durante las últimas décadas ha sido Gerard Genette. En los años sesenta, su distinción entre modo y voz en una narración supuso un hito en la teoría sobre el narrador. Genette distingue tres niveles en la narración:

La historia, que es el contenido, los hechos narrados;
el relato, que equivale a su representación verbal, y
la narración, o el acto de contarlo.

Después de señalar estas distinciones, Genette dice que la voz es la relación del relato con la historia y la narración. A su vez, el tiempo es la relación cronológica entre el relato y la historia. El modo, de otro lado, es la regulación informativa del relato con respecto a la historia. El modo, además, presenta dos modalidades: la focalización (que viene a ser lo mismo que la perspectiva) y la distancia (grados de imitación y narración). En palabras simples, el modo responde a la pregunta de quién ve y desde qué perspectiva lo hace y la voz a la de quién habla. Según esta teoría, voz y modo no tienen por qué coincidir. Al explicar la aparente contradicción, Teresa Imízcoz cita el caso de Truman Capote y su novela Otras voces, otros ámbitos, donde el narrador es omnisciente y en tercera persona, pero la perspectiva desde la que ve las cosas no es siempre la misma.7

Los estudiosos de la narratología han complicado todavía más el problema del punto de vista durante los últimos años al introducir nuevos conceptos sobre el tema. Rimmon-Kenan, por ejemplo, distingue varios tipos de narrador según criterios como el nivel narrativo, el grado de participación, el grado de perceptibilidad y el grado de fiabilidad. De acuerdo con el nivel en que se sitúe el narrador, habla de narrador extradiegético (situado en un nivel narrativo superior a la historia que se narra), narrador intradiegético (se sitúa al mismo nivel de la historia) y narrador hipodiegético (narra una historia que está dentro de la historia principal, como en Las mil y una noches). Considerando la participación en la historia, Rimmon-Kenan diferencia entre narrador heterodiegético (no participa en la historia) y homodiegético (sí participa como personaje). Combinando estas clasificaciones entre sí, este narratólogo llega a hablar incluso de narrador homointradiegético (está presente en la historia y participa en ella) y de narrador hetero-intradiegético (presente en la historia pero sin participar en ella).

***

Sin pretender agotar el tema, puede decirse que hay dos grandes clasificaciones de los puntos de vista: unos más interiores y otros más exteriores.
Los primeros están asociados por lo general a la narración en primera persona gramatical en la que el autor interviene en la historia.
Los segundos se asocian más comúnmente a las narraciones en las que prima la tercera persona gramatical. En ellas el autor permanece casi siempre por fuera de la historia en calidad de observador que registra los hechos pero no interviene en ellos.
Hay un tercer caso, poco corriente: el de las narraciones en las que prevalece la segunda persona gramatical.

Si se profundiza un poco más en el asunto, se puede afirmar que en el periodismo, a la hora de contar, existen cuatro modos básicos, cuatro perspectivas, por decirlo así:

1. Primera persona
2. Omnisciencia
3. Omnisciencia limitada
4. Método objetivo

Cada uno de estos puntos de vista tiene ventajas y limitaciones. Su elección depende del efecto que el autor de la historia desee alcanzar. Hablemos brevemente de cada uno de ellos.

La primera persona

El efecto inicial que provoca es el de un estrechamiento de la visión. Produce un tono de intimidad. Da una impresión de verdad. Acerca al narrador y al lector estableciendo un contacto emotivo, primario, entre ambos. No hay ningún narrador intruso que intervenga en el relato. Introduce al lector en la mente del héroe. Este método obliga a que la historia se cuente desde adentro.

Pero este punto de vista también impone limitaciones: restringe la visión a la de uno solo de los personajes. El que narra hace todo el trabajo: filtra los demás personajes, que necesariamente pasan por él, y a la vez tiene que cuidar la audiencia. Se gasta mucho tiempo dando contexto a la acción, lo que baja el ritmo del relato y vuelve más lenta la acción. Es muy exigente en cuanto al uso del lenguaje: cada palabra que se escriba debe ser acorde con el carácter, la experiencia, la educación, el modo de ser del personaje que está narrando.

Un ejemplo de esta forma de narrar puede verse en el reportaje “Mar número cinco”, del periodista colombiano Germán Pinzón. El narrador viaja en un barco de la Armada Colombiana que parte de Buenaventura y navega por el océano Pacífico en dirección a Estados Unidos. A medida que el mar se va agitando, los marineros tienen una convención para describirlo: uno, dos, tres, etc. Y llega un momento en el que están a punto de naufragar: ese es el mar número cinco. La historia está construida sólo con las experiencias del narrador, que se siente al borde de la muerte durante un largo trecho de la travesía. Finalmente, con un mar tranquilo, los pasajeros del buque de la Armada llegan a su destino. Por el punto de vista elegido, el lector participa de todas las emociones que suscita la vivencia en el alma del reportero y se convierte en una especie de compañero de viaje que también se siente atemorizado con las gigantescas olas que golpean el casco del barco. En este caso, el narrador es el protagonista de la historia.

Un segundo caso de empleo de la primera persona en el que el narrador no es protagonista se da en el libro del periodista norteamericano John Reed México insurgente. En él Reed cuenta sus experiencias como reportero en medio de la revolución mexicana. El narrador, que es el mismo autor, convive con los soldados, habla con los generales, entrevista a Pancho Villa y es testigo de varias batallas. Leyendo estos relatos, construidos con experiencias e impresiones de primera mano, el lector se siente en medio de las balas. Sin embargo, Reed jamás es el protagonista; solamente un testigo. Por eso la historia adquiere una gran verosimilitud, ya que el narrador jamás pretende contarnos sus hazañas. Todo lo contrario: Reed no es más que un “gringo” inexperto en el arte de la guerra que no dispara un solo tiro y que va de un lado a otro llevado por el turbión de la revuelta campesina que acaudilla en el norte Pancho Villa.

La omnisciencia

Implica un narrador con conocimiento ilimitado de cada uno de los personajes: su vida, sus acciones, sus pensamientos, su pasado, su presente, su futuro. No tiene barreras de tiempo ni de espacio. Es una voz de absoluta autoridad. El narrador entra y sale de los personajes y evalúa su comportamiento para el lector.
Es el estilo más apropiado para la gran historia, para la saga generacional, con muchos caracteres focalizados, con muchos eventos, con muchas tramas y subtramas, con suspenso, con varias historias simultáneas.

Como ventaja de este método se menciona la posibilidad de impulsar al lector a través de la historia y los personajes de una manera muy rápida.
Entre las desventajas, se incluye el hecho de que no impone límites, y el narrador tiende a desbordarse, a hacer demasiado, por lo que la historia puede volverse inverosímil. De ahí que sea un método narrativo asociado frecuentemente a la “pura ficción”.

Un ejemplo de esta clase de punto de vista se encuentra en el ya comentado libro clásico de Daniel Defoe, Diario del año de la peste. El autor recorre la ciudad de Londres azotada por la peste y mira con espanto las cosas que ocurren: familias enteras diezmadas, cementerios atestados, cadáveres arrojados a las calles, enterradores cavando inmensas fosas colectivas. La gran investigación que realizó permite a Defoe ir y venir por todas las parroquias de Londres, recitar la lista de los muertos, narrar los testimonios de los contagiados y hasta seguir el carro donde los enterradores van apilando los cuerpos de los muertos que se encuentran por las calles hasta llevarlos al cementerio. Sólo en muy contados pasajes Defoe rompe con este punto de vista para contar alguna pequeña historia familiar que viene a su recuerdo, como testigo que fue de la llegada del mal cuando todavía era un niño.

La omnisciencia limitada

Responde a un cierto estrechamiento del foco en la narración omnisciente. Es una especie de entrecruzamiento entre la narración en primera persona y la narración omnisciente en tercera persona.

Está más cercana a la percepción real que tenemos de la vida, habida cuenta de que uno mismo tiene restricciones de campo en su visión del mundo y de las cosas.
Esta clase de narración emplea la tercera persona pero enfocada desde la perspectiva de uno de los personajes y su particular modo de ver el mundo. Por lo tanto, no permite al narrador evaluar en extenso los caracteres de aquellos ni sus acciones. Debido a esto es necesario ser muy preciso en las descripciones, los diálogos y la relación de las acciones, y dar al lector las herramientas para interpretar la historia en un sentido consistente con el propósito central de la narración.
Uno de los problemas de este punto de vista radica en que el foco de la atención se estrecha alrededor de una persona: el lector está más relacionado con ese personaje que con el resto. En consecuencia el narrador debe lograr que simpatice con él, y para ello debe presentar los incidentes de forma tal que lleven al lector a ese estado sin evaluar los caracteres ni los pensamientos de los demás personajes.
Un ejemplo admirable de este punto de vista es la omnisciencia restringida empleada por Truman Capote para narrar la historia de A sangre fría, donde reconstruye las últimas horas de la familia Clutter empleando la tercera persona. El foco de la narración se centra en los miembros de esta y el lector entra a su casa y ve lo que ellos hacen. Luego el foco, que continúa en tercera persona, se desplaza hacia los asesinos, quienes viajan en un automóvil en dirección a Holcomb, el condado al que pertenece la granja donde vive la familia Clutter. Cuando los homicidas, ya en la madrugada, entran a la casa, el foco narrativo se amplía y abarca los sucesos que involucran a víctimas y asesinos. Después del crimen, el foco se centra en forma alternada en la huida de los criminales y en la persecución de las autoridades, personificadas en un acucioso detective que no descansa hasta dar con el paradero de los culpables. Por último, cuando ya están presos, la historia se enfoca en sus últimos días en la cárcel, hasta que son juzgados y ejecutados.

La omnisciencia restringida del libro de Truman Capote, entonces, se desplaza de personaje en personaje y de situación en situación. Con este procedimiento se logra una muy fuerte sensación de verosimilitud: por momentos el lector cree haber leído una historia contada en primera persona por cada uno de los personajes que intervinieron en los hechos.

El método objetivo

Es el más difícil de todos. El que narra debe convencer al lector de que no está inmiscuido en la historia. El narrador es como una cámara que registra las cosas. Sólo dice qué pasó. No se introduce en la mente de ningún personaje, ni en sus sentimientos. No comenta ningún hecho. No editorializa.

Con el método objetivo, el narrador crea en los lectores la ilusión de que ha contado la verdad de la historia. Como en la vida real, él no puede saber lo que los otros están pensando o asumir una voz de absoluta autoridad para explicar qué es lo que realmente está sucediendo. Y sin los pensamientos de los personajes o la intrusión en la escena de los comentarios autorizados del narrador, al lector se le hace más difícil entender.

El escritor debe transcribir nada más diálogos e incidentes. Por lo tanto ha de seleccionarlos de tal forma que le permitan al lector irse formando una percepción de la historia. Describir acciones y reportar diálogos. Las descripciones deben ser muy precisas y los diálogos muy bien trabajados.

Una muestra del método objetivo es el reportaje de Nicholas Tomalin “El general sale a exterminar a Charlie Cong”. En esta excelente pieza narrativa el narrador no interviene para nada en la historia: solamente la retrata, como si fuera un camarógrafo que registra todos los acontecimientos. Esto a pesar de que la situación es bastante emotiva: un general enardecido aborda un helicóptero artillado y sale en compañía del periodista y de algunos de sus soldados a exterminar guerrilleros del Vietcong. La expedición termina con el general disparando sus armas mortíferas contra aldeas casi deshabitadas, contra animales domésticos que los campesinos crían en sus pequeñas parcelas, en medio de la selva, y con la captura de un adolescente que es llevado preso a la base militar con la pistola de un soldado norteamericano apuntándole a la sien. En el relato no se encuentran comentarios de ninguna clase sobre la actitud del general y sus soldados; el periodista únicamente se dedica a mostrar su furia recogiendo los insultos, los dichos, las formas de actuar de los militares.

***

Los puntos de vista antes mencionados no son los únicos que se emplean en el periodismo. El siglo XX se caracterizó por una gran revolución en este campo tanto en los relatos de ficción como en los de no ficción. Numerosos narradores de todo el mundo lucharon por hallar formas narrativas distintas a la omnisciencia, cuyo desprestigio aumentó en forma paulatina a medida que era asociada cada vez más a la “pura ficción”.

El escritor irlandés James Joyce introdujo la primera revolución del siglo al emplear en forma simultánea cerca de dieciocho puntos de vista diferentes en su novela Ulises. Allí mismo, Joyce usó un punto de vista hasta entonces desconocido, el llamado flujo de conciencia, también denominado monólogo interior. La voz está encarnada por una mujer —Molly—, quien en la última parte de la novela da rienda suelta a sus pensamientos mientras permanece acostada en su cama, al amanecer.
Los biógrafos de Joyce dicen que el procedimiento había sido utilizado antes por un oscuro novelista francés que no tuvo éxito con su libro. Sin embargo, fue el escritor irlandés quien descubrió su gran poder para reflejar los recovecos más profundos de la conciencia, y quien elevó este punto de vista a la categoría que alcanzó, luego de la publicación de Ulises.

Años más tarde, el escritor norteamericano William Faulkner también adoptó esta forma narrativa para contar la historia de su novela El sonido y la furia.

En el periodismo de hoy, el flujo de conciencia o monólogo interior es poco usado. Escritores de la escuela del Nuevo Periodismo, como Hunter Thompson, emplean en ocasiones formas muy cercanas a él por la enorme carga de subjetividad de sus reportajes. En Colombia lo han utilizado con mucho éxito los periodistas y escritores Gonzalo Arango y Álvaro Burgos. Arango recurrió a él en un excelente reportaje con el atleta Álvaro Mejía, titulado “El campeón”. En el mismo, Mejía cuenta sus pensamientos mientras espera la llegada del reportero y Arango, a su vez, cuenta los propios mientras un taxi perdido lo pasea de un extremo a otro de Bogotá, en busca de la casa del deportista. Burgos se sirvió del flujo de conciencia para contar la historia de una reina de belleza poco común, con el cabello cortado casi al rape, que prefería los estudios de antropología a los desfiles en traje de baño o de fantasía.
La polifonía de la que habla el crítico ruso Mijail Bajtín a propósito de las novelas de Dostoievski es otro punto de vista utilizado con éxito en los relatos de no ficción. En Colombia hay dos ejemplos que demuestran en forma contundente la eficacia del uso de las voces múltiples: El Karina, de Germán Castro Caycedo, y El Bogotazo. Memorias del olvido, de Arturo Alape. Ambos libros están relatados por medio de testimonios: las voces de los protagonistas de cada episodio de las historias van contando los principales sucesos. En El Karina, las voces pertenecen a ex guerrilleros del Movimiento 19 de Abril —M-19— que participaron en una gigantesca operación de contrabando de fusiles destinados a armar varias columnas rebeldes. El contraste entre una y otra versión, lejos de perturbar el libre desarrollo de la historia, impulsa el relato y le da una fuerza y una verosimilitud contundentes. En el caso de El Bogotazo. Memorias del olvido, las voces pertenecen a cientos de personas involucradas en el célebre Bogotazo: la destrucción de buena parte de la ciudad de Bogotá luego del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. Entre estas voces figuran las de policías, transeúntes, líderes espontáneos de la revuelta, médicos, jefes políticos, periodistas, familiares y amigos del presunto asesino, abogados, funcionarios del gobierno y hasta la del propio Fidel Castro, quien se hallaba entonces en esta capital participando en una conferencia internacional de estudiantes.

Un último punto de vista, usado poco tanto en los relatos de ficción como en los de no ficción, es el de la segunda persona. En este procedimiento, el narrador cuenta la historia a alguien, conocido o desconocido. Además de la confusión que a veces causa en el lector, este punto de vista elimina casi por completo el drama. Algunos de los novelistas que lo exploraron en el siglo XX pertenecían a la escuela francesa del llamado nouveau roman, o nueva novela, tales como Michel Buttor. En el periodismo hay un libro excepcional: una serie de reportajes sobre la guerra de Vietnam escritos por el periodista norteamericano Michael Herr y titulados Despachos de guerra. En varios de ellos, el narrador se cuenta la historia a sí mismo, empleando de modo inusual la segunda persona: “Estabas en ese hotel de Saigón y mirabas el viejo mapa de Vietnam colgado en la pared...”.

Hoy, tanto en la literatura como en el periodismo hay muchas búsquedas y mucho desorden en todo lo relacionado con el punto de vista. A veces se adopta uno de modo inconsciente, sin estudiar los efectos que esta decisión produce en el lector. Otras, como advierte Mario Vargas Llosa, se cambia de narrador en medio del relato sin avisar al lector. Es lo que llaman la mutación del punto de vista. En la literatura se ha dado el caso de que surjan nuevos puntos de vista con cambios poco usuales en las relaciones espaciales y temporales: el no tiempo y el no espacio de algunos relatos del escritor irlandés Samuel Becket, por ejemplo. O los misteriosos episodios de algunos capítulos de Pedro Páramo, del escritor mexicano Juan Rulfo, donde los muertos hablan y piensan y se enamoran y hasta vuelven a morir. Uno de los causantes de este desorden es James Joyce, con sus dieciocho puntos de vista en Ulises y con sus experimentos en el manejo del tiempo en Finnegan’s wake, su última novela.
Con orden o sin él, con uno o con dieciocho puntos de vista, de todos modos ningún relato puede existir sin un narrador que lo cuente. Y el primer y tal vez más importante desafío que enfrenta todo escritor de relatos de ficción o de no ficción es encontrar un narrador y una voz que cuenten la historia.



Notas

1 Tom Wolfe, El Nuevo Periodismo, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 30.
2 William Somerset Maugham, “Diez novelas y sus autores”, en: Obras completas, Vol. 5: Ensayos, Plaza y Janés, Barcelona, 1969, p. 810.
3 Ibíd., p. 812.
4 Ibíd., p. 814.
5 Teresa Imízcoz y otros, Quién cuenta la historia. Estudios sobre el narrador en los relatos de ficción y no ficción, Eunate, Pamplona, 1999, pp. 28 y ss.
6 Ibíd., p. 34.
7 Ídem.

Volver a narrar

Juan José Hoyos

Todas las mañanas, en incontables rincones del mundo, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto y oído decenas de veces ese mismo día en la televisión o en la radio. Cómo seducir, usando el lenguaje escrito, a personas que a través de otros medios han sentido con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real. Y muchas veces no hallan una respuesta.

Hablando de los desafíos del periodismo para el siglo XXI, en una conferencia pronunciada ante la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez respondía a estas preguntas asegurando que ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace varios siglos por las novelas, que todavía venden millones de ejemplares a pesar de que muchos críticos decretaron su muerte en diversas oportunidades en las últimas décadas. Según él, en el periodismo ese problema también ha sido resuelto a través de la narración, aunque a los editores les cueste tanto aceptar que esa es la respuesta a lo que están buscando hace tiempos.1

Después de repasar varias historias de una misma edición del periódico The New York Times en las que se daba una noticia contándola desde la óptica de un individuo en particular, un personaje que reflejaba todas las caras de los hechos y que permitía al lector identificar con su propio destino un destino ajeno, Martínez sostiene que

casi todos los días, los mejores diarios del mundo se están liberando del viejo corsé que obliga a dar una noticia obedeciendo al mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o en inglés a las seis W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué.2

Esto quiere decir que casi todos los mejores periódicos del mundo están volviendo a emplear la narración como la herramienta más eficaz para llegar de una manera viva a los lectores con sus noticias.

Tomás Eloy Martínez enumera varios argumentos que explican este regreso a las primitivas narraciones. El primero de ellos es del ensayista norteamericano Hayden White, quien sostiene que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. “Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca”, dice White.3 Según él, un relato siempre se puede traducir sin menoscabo esencial, a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Además, el verbo ‘narrar’ tiene la misma raíz que ‘conocer’. Ambos términos a su vez tienen su origen en una palabra del sánscrito: gna, que quiere decir conocimiento.

Si se repasa la historia del periodismo, se puede ver que este oficio nació contando historias. Uno de los relatos más antiguos usados en la prensa es la crónica, y casi todos los primeros grandes narradores modernos fueron también grandes cronistas. Daniel Defoe y Charles Dickens comprueban esta afirmación en la prensa inglesa. Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, Jack London, Ernest Hemingway, en la norteamericana. Balzac y Proust hacen lo mismo en el periodismo y la literatura franceses. En América Latina casi todos los grandes escritores han sido también periodistas: José Martí, Roberto Arlt, Martín Luis Guzmán, Leopoldo Marechal, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa, Jorge Isaacs, Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Octavio Paz, para mencionar sólo unos pocos.

Estos grandes narradores, cuando escribieron relatos de corte literario o periodístico demostraron que “la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta, sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos”.4

***

Con la invención del telégrafo y la aparición de las primeras agencias internacionales de noticias, en el periodismo se introdujo un nuevo estilo que fue desplazando a la narración y a la argumentación, los dos primeros estilos más ampliamente cultivados en la prensa de casi todos los rincones del mundo. Este otro estilo se basaba en la economía del lenguaje, la supresión de los detalles secundarios, la eliminación de todo rastro de opinión y el ordenamiento del relato en forma inversa a la habitual: los hechos principales al comienzo, los hechos secundarios al final. Con el paso del tiempo, esta clase de relato recibió el nombre de noticia y se impuso en las redacciones de la mayoría de los periódicos del planeta a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

Pero el oficio de narrar según los cánones clásicos no fue abandonado por todos los periodistas. Durante la segunda mitad del siglo XIX, paralelamente con la difusión del estilo noticioso, fueron naciendo nuevos relatos en el campo del periodismo. Así apareció la entrevista, a mediados de la centuria, y luego el reportaje, a fines de esta. Ambos géneros constituyeron herramientas de primera mano de todos los periodistas que se convirtieron en pioneros de la renovación del estilo de los periódicos y las revistas. Los muck-rakers de comienzos del siglo XX, quienes inventaron el periodismo investigativo, por ejemplo, emplearon esos géneros narrativos como sus principales vehículos de expresión. Lo mismo hicieron los cronistas locales y de policía de las grandes metrópolis y los enviados especiales que cubrían las guerras internacionales o las revoluciones.

En América Latina, las semillas de ese periodismo de estilo narrativo fueron sembradas por grandes escritores que al mismo tiempo eran periodistas. Ellos tuvieron como punto de partida las lecciones de Charles Danah en su periódico The Sun, de Nueva York. Danah se proponía presentar “una fotografía diaria de las cosas del mundo” usando el mejor lenguaje posible. Y así lo hicieron en El Nacional, de México, La Nación, de Buenos Aires, y La Opinión Nacional, de Caracas, los escritores Manuel Gutiérrez Nájera, de México, Rubén Darío, de Nicaragua, y José Martí, de Cuba.
Ellos, según Tomás Eloy Martínez, “fundieron a la perfección la fuerza verbal del lenguaje literario con la necesidad matemática de ofrecer investigaciones acu-ciosas, puestas al servicio de todo lo que sus lectores querían saber”.

De estos narradores, tal vez fue Martí el primero en darse cuenta de que escribir bien y emocionar al público no son cosas que riñen con la calidad del texto periodístico sino que son atributos que deben coexistir. Por eso usó todos los recursos narrativos para hacer más vivas las informaciones y llamar la atención de sus lectores. Él, Nájera y Darío contaron la realidad con el mismo asombro de quien la mira por primera vez. En su época —finales del siglo XIX— ninguno de los tres se preocupó por la extensión de sus colaboraciones para los periódicos. Pensaban que si el lector común se interesaba en ellas, las leería de principio a fin.

Después de estos escritores, por lo menos en América Latina, la escuela del periodismo informativo arrasó con todos los demás estilos y se impuso como el único paradigma durante el siglo XX. Hasta que a comienzos de la década del sesenta empezó a agotarse, y con la aparición y el desarrollo de los medios electrónicos quedaron al desnudo casi todas sus carencias.

Sobre este cambio de rumbo, Tomás Eloy Martínez se pregunta:

Si hace un siglo las leyes del periodismo estaban claras, ¿por qué o cómo fueron cambiando? ¿Qué hizo suponer a muchos empresarios inteligentes que, para enfrentar el avance de la televisión y del Internet, era preciso dar noticias en forma de píldoras porque la gente no tenía tiempo para leerlas? ¿Por qué se mutilan las noticias que, según los jefes de redacción, interesan sólo a una minoría, olvidando que esas minorías son, con frecuencia, las mejores difusoras de la calidad de un periódico?
Según Martínez, el prejuicio de que todos los lectores nunca tienen tiempo es irrazonable:

Los seres humanos nunca tienen tiempo, o tienen demasiado tiempo. Siempre, sin embargo, tienen tiempo para enterarse de lo que les interesa. Cuando alguien es testigo casual de un accidente en la calle, o cuando asiste a un espectáculo deportivo, pocas cosas lee con tanta avidez como el relato de eso que ha visto, oído y sentido. Las palabras escritas en los diarios no son una mera rendición de cuentas de lo que sucede en la realidad. Son mucho más. Son la confirmación de que todo cuanto hemos visto sucedió realmente, y sucedió con un lujo de detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar.5

En el principio, en el periodismo, lo esencial era la narración. Con la revolución industrial y la introducción del relato de estilo telegráfico, el periodismo se desnarrativizó. Pero el agotamiento del estilo exclusivamente informativo y el desarrollo de nuevos medios electrónicos han impuesto el regreso de los hábitos narrativos. Al mismo tiempo se ha comprobado en diversas disciplinas de las ciencias sociales y humanas que la narración ofrece las mejores condiciones a la memoria cultural de una civilización.6 Por esto en el periodismo escrito la narración ha pasado a convertirse en un nuevo paradigma.

En otras palabras, con las paradojas y los cambios profundos operados en la sociedad en estos nuevos tiempos, en el periodismo han regresado con toda su fuerza y vivacidad las historias. Y lo han hecho para dotarlo de potentes herramientas narrativas que le permitan abarcar la realidad de modo total y transmitirla al lector como una vivencia en la que están involucrados todos los sentidos.

***

Cuando hablamos de historias, los periodistas a menudo sucumbimos a la tentación de tratar de englobar en esa palabra muchas cosas disímiles. Los de la escuela anglosajona, en especial los norteamericanos, por ejemplo, llaman historias a las noticias. Guiados por este criterio, conocidos autores, como Carl Warren,7 hablan de la existencia de fact stories (historias de acontecimientos), action stories (historias de acción), quote stories (historias de citas) y follow-up stories (historias de seguimiento). Otros agregan las feature stories, que equivalen a lo que en el periodismo iberoamericano conocemos con el nombre de reportajes.
Sin embargo, para empezar a hablar de las historias, vale la pena aclarar que en el ámbito del periodismo de habla hispana no todas las noticias pueden llamarse historias, especialmente aquellas organizadas con el viejo esquema narrativo de la pirámide invertida, como tampoco pueden calificarse de tales los editoriales, los comentarios, los artículos de opinión, buena parte de las columnas firmadas por los colaboradores de los periódicos, los ensayos y otro montón de textos escritos bajo los parámetros de los estilos argumentativo o expositivo. Una simple sucesión de frases ordenadas en sentido inverso al orden temporal o una serie de conceptos por sí solos no son una historia.

¿Qué es, pues, una historia?

En sentido estricto, se puede llamar historias a aquellos textos de estilo y estructura narrativos que nos cuentan una serie de hechos ordenados en una sucesión cronológica. Parece una definición simple. En ella se destacan las palabras hechos y sucesión cronológica. Sin embargo, los narratólogos han demostrado que detrás de estos conceptos en apariencia sencillos hay una realidad bastante compleja.
Al mismo tiempo, toda narración es un discurso, o sea, una serie de enunciados que nos presentan un conjunto de acontecimientos. Un discurso en el que los acontecimientos son la unidad fundamental. Este discurso puede ser oral o escrito.
Pero no son lo mismo una historia oral y una escrita. La primera tiene casi siempre una estructura más simple. La segunda, por el contrario, responde a una estructura más compleja.

En el periodismo, buena parte de los relatos que consumimos están estructurados en formas distintas a las relativamente simples de la narración oral. ¿Por qué calificar de simples tales formas? Porque no suponen más que un solo narrador explícito y una sola actividad de comunicación narrativa, la que se efectúa, aquí y ahora, cuando los dos interlocutores están en presencia el uno del otro. En presencia: ese es uno de los aspectos esenciales del relato oral que se desarrolla entre un narrador y un narratario, presentes ambos, y el cual lo opone, particularmente, a relatos escritos como la novela o el reportaje.

A diferencia del narrador del relato escrito, la prestación del narrador oral es inmediata en el sentido de que interviene “enseguida”, “en el instante mismo”, pero también en el sentido de que el relato se transmite sin intermediarios. En cambio, por una parte, el relato escrito llega al lector en diferido, puesto que no se remite en el mismo momento de su “emisión”. Por otra parte, el lector toma conocimiento de él gracias al intermediario, en este caso un libro o un periódico, que son el resultado de una escritura previa: son un media.

La narración oral, entonces, se hace in praesentia, mientras que la narración escrita, al igual que la narración fílmica, se hace in absentia.8
La historia escrita es también un discurso cerrado que logra reconstruir una secuencia temporal de acontecimientos. En este punto se diferencian las historias de no ficción de las de ficción. Las primeras son relatos en los que los acontecimientos narrados buscan coincidir lo más exactamente posible con los de la realidad. En las segundas, los acontecimientos se vuelven irreales y obedecen sólo a las leyes intrínsecas de construcción de la narración.

En este sentido un reportaje, una crónica, un perfil, una entrevista tratan de presentar seres, cosas y sentimientos existentes positivamente en la realidad no literaria; es decir, la realidad que existe en el mundo cotidiano, con independencia de toda relación con el arte de la escritura. Se trata, pues, de una realidad más o menos verificable, mientras que los mundos creados por la ficción poseen sus propias leyes y son parcialmente mentales.

Es bueno escuchar la voz de los novelistas, casi todos experimentados contadores de historias, para afinar la comprensión de estos conceptos. El novelista inglés Edward Morgan Forster, por ejemplo, dice:

Todos estamos de acuerdo en que el aspecto fundamental de una novela es que cuenta una historia, pero cada cual manifestará su asentimiento con diferentes matices, y nuestras conclusiones subsiguientes estarán en función del tono de voz concreto que empleemos [... Una historia] se desarrolla como una espina dorsal, incluso diríamos, como una solitaria, ya que su comienzo y su fin son arbitrarios.9

Luego, Forster agrega:

El hombre de Neanderthal escuchaba historias, si hemos de juzgar por la forma de su cráneo. Su primitivo público estaba constituido por tipos desgreñados, que, cansados de enfrentarse con mamuts o rinocerontes lanudos, miraban boquiabiertos en torno a una fogata. Y, sólo les mantenía despiertos el suspense. ¿Qué ocurriría a continuación? El novelista proseguía su relato con voz monótona, y en cuanto el auditorio adivinaba lo que ocurriría a continuación, se quedaban dormidos o le mataban. Podemos calcular el riesgo que corrían si pensamos en la profesión de Sherezade en tiempos algo posteriores. Si la joven escapó a su destino fue porque supo esgrimir el arma del suspense: el único recurso literario que surte efecto ante tiranos y salvajes. Y aunque era una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios, ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la caracterización de sus personajes y experta conocedora de tres capitales de oriente, no recurrió a ninguna de estas dotes al intentar salvar la vida ante su intolerable marido. No eran más que un elemento secundario. Si sobrevivió fue gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría a continuación. Cada vez que veía amanecer se detenía en mitad de una frase, dejándole boquiabierto. “En este momento, Sherezade vio rayar las primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio”. Esta frasecita sin interés constituye la columna vertebral de Las mil y una noches, es la interminable solitaria que las mantiene unidas y que salvó la vida de una princesa de extraordinarias cualidades.
A todos nosotros nos pasa como al marido de Sherezade: queremos saber lo que ocurre después. Esto es universal, y es la razón por la que el hilo conductor de una novela ha de ser una historia. Algunos no queremos saber nada más; no albergamos nada más que una curiosidad primitiva y, en consecuencia, los demás juicios literarios nos resultan grotescos. Podemos ya definir una historia: es una narración de sucesos ordenados en su orden temporal. La comida va después del desayuno, el martes después del lunes, la descomposición después de la muerte, y así sucesivamente. En cuanto tal, la historia solamente puede tener un mérito: el conseguir que el público quiera saber qué ocurre después. A la inversa, sólo puede tener un defecto: conseguir que el público no quiera saber lo que ocurre después.10

Forster no aclara en sus palabras las diferencias que existen en el campo de las historias. Por eso se debe rei-terar que, aunque sus estructuras narrativas pueden ser muy parecidas, y a veces hasta idénticas, las historias de ficción difieren en varios aspectos de las historias de no ficción. Estas últimas pertenecen al ámbito del periodismo, de la historia, de la antropología, de la sociología —por ejemplo, las llamadas “historias de vida”— y están muy emparentadas con los relatos testimoniales. Ellas presentan seres o cosas existentes en forma positiva en la realidad extraliteraria. Las historias de ficción, en cambio, crean un mundo completo, autónomo. A veces, este puede parecerse al mundo real, y entonces se menciona la palabra verosimilitud.

Un relato de las acciones humanas ocurridas en el tiempo: eso es en su forma más simple una historia. Dicho de modo sencillo, las historias son lo que le pasa a alguien en un momento concreto originando un cambio en la historia misma: de situación, de estado anímico o de lo que sea.11

Aristóteles fue el primer filósofo que estudió este problema, y lo hizo en su conocida obra la Poética. En ella, mientras se ocupa de la tragedia griega, analiza otras formas de imitación poética de la realidad. Él también plantea que las formas dramáticas son imitaciones de acciones humanas ocurridas en el tiempo.
Sobre la importancia del tiempo, el novelista Edward Morgan Forster insiste en su obra ya mencionada sobre la novela: “La secuencia temporal no puede destruirse sin arrastrar en su caída todo lo que debería haber ocupado su lugar”. Sin embargo, él introduce en la narración otro elemento que condiciona el aspecto temporal, al que da el nombre de valor:

La vida cotidiana está también preñada de sentido del tiempo. Pensamos que unos hechos ocurren antes o después que otros. Este pensamiento está a menudo en nuestra mente, y buena parte de lo que decimos y hacemos se basa en esta suposición. No todo. Al parecer, además del tiempo, existe algo en la vida, algo que puede llamarse apropiadamente “valor”, algo que no se mide en minutos ni en horas, sino en intensidad. Porque, cuando volvemos la vista a nuestra vida pasada, observamos que no se extiende como una llanura, sino que a veces forma pináculos notables, y cuando miramos hacia el futuro, unas veces vemos que se asemeja a una pared, otras a una nube y otras al sol, pero nunca a una tabla cronológica [...] Y todos los soñadores, artistas y amantes, se hallan parcialmente liberados de esta tiranía: el tiempo podrá matarlos, pero no garantizar su atención; en el momento de la verdad, cuando el reloj de la torre se disponga a señalar la hora fatal, es posible que ellos estén mirando hacia otra parte. Así que la vida diaria —sea lo que sea en realidad— se compone en la práctica de dos vidas: una que se mide en tiempo y otra que se mide por valores, y nuestra conducta revela ese doble vasallaje. “Sólo estuve con ella cinco minutos —decimos— pero mereció la pena”. Ahí tenemos los dos vasallajes en una misma frase. La historia narra la vida en el tiempo, en tanto que la novela —si es buena— se sirve de los mecanismos que examinaremos más adelante y refleja además la vida de acuerdo con sus valores. También ella rinde un doble vasallaje.12
Según Teresa Imízcoz, además de estos dos elementos mencionados por Forster, existe otro muy importante, que es la acción. La acción es el personaje, decía Scott Fitzgerald. El modo como un personaje anda revela cómo es. Y la acción no corresponde sólo a lo que hacen, sino también a lo que les pasa a los personajes. Por eso aquella debe ir unida en forma indisoluble a estos.

***

La siguiente historia pertenece a José Martí, quien como ya se dijo es uno de los primeros escritores de crónicas de América Latina. Fue publicada por primera vez en 1882 en el periódico La Opinión Nacional, de Caracas, para el cual Martí trabajaba como corresponsal en Nueva York. Su tema es la vida y la muerte de un soldado que se convirtió en un bandido muy particular. Se llamaba Jesse James. La gente lo odiaba y lo temía por sus crímenes y al mismo tiempo lo admiraba y lo amaba por su atrevimiento. La crónica empieza como un cuento, describiendo el ambiente de Missouri y Kansas, tierras donde James vivió y cometió sus fechorías, y al mismo tiempo retratando al personaje. Es una muestra de cómo el periodismo puede resolver a través de la narración la presentación de un suceso noticioso:

Estos días que para Nueva York fueron de fiesta, han sido de agitación grande en Missouri, donde había un bandido de frente alta, hermoso rostro y mano hecha a matar, que no robaba bolsas sino bancos; ni casas sino pueblos; ni asaltaba balcones sino trenes. Era héroe de la selva. Su bravura era tan grande, que las gentes de su tierra se la estimaban por sobre sus crímenes. Y no nació de padre ruin, sino de clérigo, ni parecía villano, sino caballero, ni casó con mala mujer, sino con maestra de escuela. Y hay quien dice que fue cacique político, en una de sus estaciones de reposo, o que vivía amparado de nombre falso, y vino como cacique a elegir Presidente a la última convención de los demócratas. Están las tierras de Missouri y las de Kansas llenas de recio monte y de cerradas arboledas. Jesse James y los suyos conocían los recodos de la selva, los escondrijos de los caminos, los vados de los pantanos, los árboles huecos. Su casa era armería, y su cinto otra, porque llevaba a la cintura dos grandes fajas, cargadas de revólveres. Empezó a vivir cuando había guerra, y arrancó la vida a mucho hombre barbado, cuando él aún no tenía barba. En tiempo de Alba hubiera sido capitán de tercio en Flandes. En tiempos de Pizarro, buen teniente suyo. En estos tiempos, fue soldado, y luego fue bandido. No fue de aquellos soldados magníficos de Sheridan, que lucharon por que fuera toda esta tierra una, y el esclavo libre, y alzaron el pabellón del Norte en las tenaces fortalezas confederadas. Ni de aquellos otros soldados pacientes, de Grant silencioso, que acorraló a los rebeldes aterrados, como sereno cazador a jabalí hambriento. Fue de los guerrilleros del Sur, para quienes era la bandera de la guerra escudo de rapiña. Su mano fue instrumento de matar. Dejaba en tierra al muerto, y cargado de botín, iba a hacer reparto generoso con sus compañeros de proezas, que eran tigres menores que lamían la mano de aquel magno tigre.13

Después de este párrafo, en el que Martí le da un marco geográfico e histórico al relato y describe los rasgos peculiares del personaje, la crónica se dedica a narrar algunos de los hechos que hicieron famoso al bandido Jesse James:

Y acabó la guerra, y empezó un formidable duelo. De un lado eran los jóvenes bandidos, que se entraban a caballo en las ciudades, llamaban a las puertas de los bancos, sacaban de ellos en pleno día todos los dineros, y ebrios de peligro que como el vino embriaga, huían lanzando vítores entre las poblaciones consternadas, que se apercibían del crimen cuando ya estaba rematado, y perseguían a los criminales flojamente, y volvían a las puertas del banco vacío, donde parecían aún verse, como figuras de oro que vuelan, las de los bravos jinetes, a los ojos fantásticos del vulgo, embellecidos con la hermosura del atrevimiento. Y de otro lado eran los jueces inhábiles, en aquellas comarcas de ciudades pequeñas y de bosques grandes; los soldados de la comarca, que volvían siempre heridos, o quedaban muertos; los pueblos inquietos, que, ciegos a veces por ese resplandor que tras de sí deja la bravura, veían en el ladrón osado a un caballero del robo, y dejaban latir los corazones conmovidos, cual se conmueven siempre, cuando la buena doctrina del alma no los purifica, ante todo acto extraordinario, aunque sea vil. ¡Así, ante los toros que mueren a mano de los hombres en el circo enrojecido, suelen las damas de España lanzar al aire los grandes abanicos, y descalzarse del pie breve, para arrojarle al matador, el chapín de seda, y enviarle la rosa roja que prende su mantilla, y batir palmas! Una vez estaba Missouri en feria, y no menos de treinta millares de hombres en la inmensa villa, todos de apuesta y de almuerzo, todos de juegos y de carreras de caballos. Y de súbito, corre miedo pánico. Era que Jesse James había sabido de la fiesta, y cuando tenían las gentes puestos los ojos en las cañas ligeras de los caballos corredores, cayó con los suyos sobre la casilla de la feria, dio en tierra con los guardianes, y huyó con los copiosos dineros de la entrada. Lo que pareció a los de Missouri crimen que debía ser perdonado por lo hazañoso y gigantesco. Y otras veces esos malvados hundían los codos en sangre. Alzaban en una curva del camino, los hierros de la vía. Ocultábanse, montados en sus veloces caballos, en el soto. Y el tren venía y caía. Y allí era matar a cuantos hiciesen frente al robo inicuo. Allí el llevarse a raudales los dineros. Allí el cargar a sus caballos de grandes barras de oro. Allí el clavar en tierra a cuantos podían mover el tren. Si había taberna rica, y bravo del lugar, a la taberna del lugar iban, a armar guerra los bandidos, porque no se dijese que fatigaban caballos ni manejaban armas, hombres más bravos que los de James. Si se danzaba en las villas texanas con las hermosas del partido, con el cabo de sus pistolas llamaba Jesse James a la casa de la fiesta, y como de él era la mayor bravura, de él había de ser la más hermosa. Enviaron a cazarle espía famoso, y con un cartel sobre el pecho, atravesado de balazos, hallaron al espía; el cual cartel decía que así habían de morir los que enviaran a la caza. ¡Es aquella de las apartadas comarcas de esta tierra, vida singularísima que desenvuelve en los hombres, en la selva libre, todos los apetitos, todas las suntuosidades, todos los impulsos y todas las elegancias de la fiera! Bien es que el cazador de búfalos, hecho a retar al animal pujante, y a sentarse, como en su propio asiento, en los ijares de la gran res vencida, deje crecer y colgar por los hombros su cabello largo, y tenga el pie robusto hecho a hollar troncos, y la mano a doblarlos, y el corazón a la tempestad, y los ojos empapados de esa mirada solemne y triste de quien mira mucho a la naturaleza y a lo desconocido.14

La parte final del relato está dedicada a mostrar, cual si se tratara de un cuento, cómo fue la muerte de James y su entierro suntuoso:

Mas, ¿dónde hallan, como quieren hallar diarios y cronistas, hazañas de caballero manchego en ese ensangrentador de los caminos? Bien es que le mató un amigo suyo por la espalda, y por dineros que le ofreció para que le matase, el Gobernador. Bien es que merezca ser echado de la casa de Gobierno, quien para gobernar haya de menester, en vez de vara de justicia, de puñal de asesino. Bien es que da miedo y vergüenza que allá en la casa de la ley, cerca de puerta excusada y en noche oscura, ajustaran el jefe del Estado y un salteador mozo el precio de la vida de un bandido. ¿Pues, qué respeto merece el Juez, si comete el mismo crimen que el criminal? Sombra era la del soto en que aguardaban a los trenes que habían de robar los de la banda de James, sombra la del gabinete de gobierno, en que el guardador de la ley ajustó el precio del caudillo de la banda. Y los corregidores que le persiguieron en vida, le sepultaron en féretro suntuo-sísimo, que de su bolsa pagaran, o de la del Estado; el cadáver fue a ser puesto en tierra de la heredad materna, en tren especial, y no en tren diario: llevaban los cordones del féretro del bandolero los corregidores del lugar y millares de personas, con los ojos húmedos de llanto, acudieron a ver caer en la fosa a aquel que rompió tantas veces con la bala de su pistola el cráneo de los hombres, con la misma quietud serena con que una ardilla quiebra una avellana. Y los empleados de la policía del lugar quedaron arrebatándose la yegua veloz en que montó el bandido.15

***

¿Por qué es una historia la narración escrita por José Martí? Para empezar, porque nos cuenta una serie de hechos: los principales acontecimientos de la vida de un soldado sureño, llamado Jesse James, que se convirtió en bandido. Esos hechos, además, están presentados en una sucesión temporal: desde que James milita en las tropas derrotadas del sur hasta que se convierte en bandido famoso y es asesinado.
Martí, pues, cuenta la vida de James por medio de una serie de acontecimientos ordenados en el tiempo. Inicialmente, su origen, su figura; luego sus primeras fechorías, el largo prontuario de sus crímenes como bandido profesional, y por último su muerte a manos de un amigo de su propia banda, que lo mata a traición, pagado por un gobernador.

Los hechos no están presentados en la forma caótica en que a menudo se dan en la realidad, sino que han sido seleccionados y organizados hasta convertirlos en una historia como las que menciona Aristóteles en su Poética, con un planteamiento inicial, un clímax y un desenlace.

La historia de Martí también cumple con los condicio-namientos que según el narratólogo Albert Laffay debe cumplir todo relato:16

1. Contrariamente al mundo, que no tiene ni comienzo ni fin, se ordena según un riguroso determinismo. El relato está clausurado y ordenado. Incluso cuando se propone narrar en forma detallada algunas horas de la existencia de Jesse James, la organización de este lapso obedece a un orden, que supone al menos un punto de partida y un final, y que difícilmente abarca toda la organización de la vida real. La realidad es en cierto sentido caos y la narración es orden y selección. Una historia ordena los hechos de una existencia dándoles un principio y un final. Martí lo hace con algunos de los hechos fundamentales que forman parte de la vida del bandido James.

2. Como todo relato, tiene una trama lógica y una especie de “discurso”. Una trama que por medio de palabras plantea el comienzo de la vida de un personaje, luego presenta sus complicaciones y finalmente muestra un desenlace lógico: la muerte de James a manos de sus enemigos.

3. Es ordenado por un mostrador de imágenes, un narrador. En el caso de la historia de James, quien muestra las imágenes es José Martí. Él toma unos cuantos episodios de la vida del protagonista y los presenta con su propia voz de narrador en una secuencia que pasa ante nuestros ojos como una pequeña película.

4. Es un relato que narra y a la vez representa, contrariamente al mundo, que simplemente transcurre. La vida de James, en este caso, no sólo ocurre en forma empírica sino que está contada con palabras, está representada en escenas, desde los primeros asaltos del protagonista hasta el final, cuando los empleados de la policía se disputan su yegua.

***

Como este relato sobre la vida de Jesse James, el reportaje, la crónica, el perfil, la entrevista y en general los escritos periodísticos de estilo narrativo son extraídos de lo real, son tomados de la vida. Sin embargo, para llegar a ser historias deben convertirse en relatos sometidos a las anteriores condiciones y, más ampliamente, a los condicionamientos de composición de todo relato escrito.
Y como los relatos —parece una paradoja—, estos escritos se oponen de algún modo al mundo real porque forman un todo con vida propia y tienen una organización: un principio, una complicación y un final. Pero es esa vida propia la que los convierte en un reflejo fiel de lo que acontece en la vida y en la realidad: las narraciones crean un mundo que es un espejo del mundo real. Captan el mundo en toda su complejidad. Resuelven con eficacia el duelo entre la inteligencia y los sentidos.
Tal vez por esta razón el novelista inglés Robert Louis Stevenson decía que las historias repiten, reordenan, aclaran las lecciones de la vida. No sujetan al lector a un dogma que más tarde descubrirá inexacto. No dictan una lección que después deba olvidar.

José Martí sabía todo esto, y al escribir sus crónicas prefería, al igual que en una novela, simplemente narrar. Esto ocurría en un momento en que el periodismo moderno nacido de la revolución industrial apenas comenzaba a dar sus primeros pasos. Hoy, cuando el lenguaje estandarizado de las noticias muestra su agotamiento frente a la competencia de los nuevos relatos de los medios electrónicos, la narración ha vuelto a convertirse en una alternativa para liberar al periodismo escrito del “viejo corsé” del estilo telegráfico y las seis W. Por eso los periódicos más prestigiosos del mundo han regresado a la narración como la herramienta idónea para presentar las noticias de una forma viva a sus lectores.

Si con la revolución industrial y la introducción del estilo telegráfico el periodismo moderno se desnarra-tivizó y se impuso la voz institucional de los diarios, con la revolución informática y el desarrollo del periodismo electrónico la prensa debe volver a la narración y a permitir que resurja la voz personal del narrador que cuenta una historia. Sólo incorporando al periodismo —y especialmente al periodismo escrito— las poderosas herramientas narrativas del relato, aquel podrá volver a captar la realidad en su totalidad, como hacían los viejos cronistas, y transmitirla al lector con todos sus detalles, como una vivencia de los sucesos en la que están involucrados todos los sentidos.


Notas

1 Tomás Eloy Martínez, Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI, conferencia dictada en la Sociedad Interamericana de Prensa, Guadalajara, México, 26 de octubre de 1997.
2 Ídem.
3 Citado por Tomás Eloy Martínez, Ídem.
4 Ídem.
5 Ídem.
6 Harold Weinrich, Al principio era la narración, Universidad de Munich, Munich, s.f.
7 Carl Warren, Géneros periodísticos informativos, Colección Libros de Comunicación Social, A.T.E., Barcelona, 1975.
8 André Gaudreault y François Jost, El relato cinematográfico. Cine y narratología, Paidós, Barcelona, 1995, p. 19.
9 Edward Morgan Forster, Aspectos de la novela, Debate, Madrid, 1983, p. 31.
10 Ibíd., pp. 32-34.
11 Teresa Imízcoz, Manual para cuentistas. El arte y el oficio de contar historias, Península, Barcelona, 1999, p. 52.
12 Edward Morgan Forster, Op. cit., pp. 34-35.
13 José Martí, Crónicas, Alianza, Madrid, 1993, pp. 81-89.
14 Ídem.
15 Ídem.
16 Para ampliar estos conceptos, consultar el libro de André Gaudreault y François Jost, Op. cit.

El poder de las historias

Juan José Hoyos

Voy a hablar de las historias. Del poder de las historias. Y, para empezar, voy a contar una historia. Tengo, sin embargo, un problema: la historia me sucedió a mí, y por lo tanto tendré que contarla en primera persona. Después de trabajar casi diez años como periodista, cubriendo las noticias de todos los días, no me cuesta trabajo adoptar el estilo frío, basado en la objetividad descriptiva, en el que se suprime la personalidad del reportero: no hablamos, informamos; no conversamos, exponemos. Es el estilo propio de casi todos los periódicos de nuestro país y uno tiene que acostumbrarse a él, aunque no le guste, si no quiere quedarse sin trabajo. En cambio, siento terror cada que tengo que poner sobre el papel ese horrible pronombre personal que empieza con la letra "Y" y termina con la "O". (A veces pienso que es el mismo terror que nos asalta a todos los periodistas cuando oimos nuestra propia voz saliendo de un micrófono o de la cinta de un cassette. Da miedo oir la voz de uno, después de pasar todo el tiempo luchando por adoptar el tono impersonal que exigen las noticias. Uno la oye como si fuera la voz de otro.)
La historia que quiero contar es ésta: hace unos años, cuando trabajaba como corresponsal de El Tiempo, un amigo me contó que en Valparaíso, un municipio perdido entre cafetales y montañas, en el suroeste de Antioquia, había sucedido una cosa muy rara con una pequeña tribu de indios katíos. La tribu había sido aniquilada casi por completo durante la violencia de los años cincuenta. El puñado de hombres y mujeres que sobrevivieron, lo lograron porque se internaron en los bosques y vivieron durante años en lo alto de los árboles, después de borrar a su alrededor todo signo de vida. Para no morir, aprendieron a vivir convertidos en hombres callados e invisibles que no dejaban huella alguna, que no hacían nada que delatara la presencia de vida humana.
Cuando volvieron a pisar la tierra y regresaron a las parcelas que antes eran suyas, mucho tiempo después, encontraron que el mundo era distinto. Todo había cambiado de dueños. En la región no había quedado vivo ni un solo indio. Entonces se dedicaron a vagabundear por las orillas del río Conde, y a vivir de la caza, de la pesca y del abigeato.
Hasta que un dia un señor de la región heredó varias hectáreas de tierra situadas junto al río, y decidió devolverlas a los indios. El señor no atendió los ruegos de su familia ni los de los hacendados cafeteros de la región, que detrás de su decisión veían venir un pleito de tierras.
Todavía recuerdo la cara de estupor con que me contaba esta historia el Jaibaná Salvador cuando me hablaba del día en que el señor, que se llamaba Vicente, los reunió a todos y les dijo que esa tierra era de ellos... Que se juntaran de nuevo y construyeran sus ranchos donde quisieran...
El gesto de Vicente les cambió la vida, por completo. Los katíos dejaron de ser nómadas y de "robar" vacas y se dedicaron a sembrar la nueva tierra. Yo fuí hasta allá y escribí una crónica contando la historia de la tribu porque me pareció hermoso encontrar una historia de esas en un pais donde cada año mueren asesinados miles de indígenas por defender los últimos pedazos de tierra que aún les quedan.
El relato conmovió a muchos lectores. Pero, en cambio, a los indios y a Vicente les causó muchos problemas. Para empezar, la tribu comenzó a ser visitada por un ejército de antropólogos que querían estudiar de cerca ese fenómeno. Les parecía muy extraño el paso de un estado semi nómada a uno sedentario, en pleno siglo XX. De otro lado, a Vicente comenzaron a lloverle cartas y telegramas de todos los rincones del país. Algunos de ellos eran de gente que él ni siquiera conocía. El fue el primero que se puso bravo conmigo. Por unas semanas se volvió famoso y él era un hombre místico y sencillo que deseaba sólo vivir en paz. "Yo no hice nada raro" me dijo, años después, cuando volvimos a hablar del asunto. "Yo simplemente les devolví lo que era de ellos. En cambio usted nos jodió a todos con eso que escribió". El segundo en ponerse bravo fué el Jaibaná Salvador.
Yo pienso que Vicente tenía alguna razón en ponerse bravo. En cambio el Jaibaná Salvador tenía toda la razón: uno de los antropólogos que fue a visitarlo, después de la publicación de la crónica, le robó un tambor.
Cuando el amigo que me había acompañado a visitar la tribu me contó lo del tambor, me quedé mudo. Yo sabía lo que para el Jaibaná Salvador significaba ese tambor. Había sido fabricado con la piel de un mico cuya especie se había extinguido hasta en las selvas del Chocó. Había sido fabricado por una Jaibaná viejo, a comienzos del siglo, y había pasado por las manos de varias generaciones de brujos, a los que él llamaba "los abuelos de antigua". El, personalmente, había recibido el tambor de manos de su abuelo, que también era Jaibaná, cuando estaba a punto de morir. La madera usada para fabricar la caja también era de una especie de árbol extinguida.
"El Jaibaná no ha vuelto a hablar desde ese día" me dijo mi amigo. "No sale de la casa. No quiere que lo vea nadie". El viejo tenía motivos más que suficientes para estar así. El tambor lo usaba para casi todo. Cuando los indios iban a sembrar, él presidía una celebración a la tierra en la que tenía que tocar el tambor. Si los cultivos eran atacados por una plaga, los indios lo llamaban y él entonaba un rezo. Para el canto, necesitaba el tambor. Lo mismo sucedía para curar un enfermo, para espantar los animales ponzoñosos, para sacar al diablo de un cuerpo o de un cultivo. Esto, para no hablar del "Bené Cuá", una ceremonia religiosa que ellos celebraban una vez por año y que tenía para la tribu una importancia mayor que la celebración de la Pascua para los judíos.
Yo entendí su vergüenza ante la tribu cuando me enteré de los detalles de la historia. El "robo" no había sido un robo propiamente dicho. El Jaibaná se puso a tomar aguardiente con los antropólogos. Y yo recordaba cómo tomaba él cada trago: "Ituá, para calentar el alma" decía, antes. Y de verdad que lo tomaba para calentar el alma. La borrachera para él, como para casi todos los demás brujos indígenas, equivalía a la búsqueda de un estado místico, sagrado. De hecho el "Bené Cuá" comenzaba con una borrachera. Cuando su abuelo era el brujo, tomaban chicha fabricada a base de maíz. Ahora la chicha no existía más, y ellos se vestían con pantalones de dril y botas de caucho, como los demás campesinos, y el brujo se veía obligado a tomar aguardiente antes de las ceremonias religiosas. (Por supuesto que al Jaibaná Salvador esto no le disgustaba). En medio de los tragos, el antropólogo le propuso la negociación: "Le cambio el tambor por esta flauta... Por este tenedor y este cuchillo... Por este portacomidas... Por estos doscientos pesos..."
Cuando el Jaibaná despertó de la borrachera, uno o dos días más tarde, los antrópologos ya se habían esfumado... y el tambor no estaba por ninguna parte.
Después de escuchar toda la historia yo no sabía qué hacer. Nadie en la tribu, ni siquiera el brujo, sabía los nombres de los antropólogos, ni de dónde eran, ni dónde vivían, ni dónde trabajaban. Y yo me sentía culpable, de algún modo, del robo del tambor. Sabía que ellos jamás habrían descubierto la tribu si la crónica no hubiera aparecido en las páginas de El Tiempo.
Pasé varios días tan triste y tan callado como el Jaibaná Salvador. De pronto pensé que si por una historia como la que había escrito en El Tiempo se había jodido la vida del Jaibaná, con otra historia las cosas se podrían arreglar.
Entonces decidí escribir la historia completa. Y traté de contar el desamparo en que los ladrones habían dejado al brujo y a la tribu, con el robo del tambor. Al final de la crónica, les dije a los antropólogos que el Jaibaná estaba dispuesto a devolverles la flauta, el portacomidas, el tenedor, el cuchillo y la cuchara y hasta los doscientos pesos que le habían dejado, con tal de que ellos le devolvieran el tambor. Como yo estaba seguro de que los antropólogos vivían en Medellín, y El Tiempo se lee poco en mi ciudad, le pedí a un colega de El Mundo que publicara la crónica en su periódico, sin firma, y de ser posible en la primera página. Como dirección para devolver el tambor dimos la del periódico. El brujo mandó desde Valparaíso la flauta dulce, el portacomidas, la cuchara, el tenedor, el cuchillo y los doscientos pesos.
Durante varios dias las noticias importantes que el diario tenía que registrar no dejaron espacio para la crónica. Pero, finalmente, una semana después, la historia apareció, tal como yo lo había pedido, en un lugar destacado. Además, le agregaron una foto del brujo y otra del portacomidas y la flauta, y le pusieron un título que me gustó mucho, una especie de orden, levantada en un cuerpo de más de cuarenta puntos: "¡Que devuelvan el tambor!"
Pasaron los días y el tambor seguía sin aparecer. Al cabo de un tiempo, cuando los estudiantes de las universidades regresaron de vacaciones y se reiniciaron las clases, unos profesores de antropología de la Universidad de Antioquia pusieron fotocopias de la crónica en todas las carteleras de la ciudad universitaria.
Al dia siguiente, por la noche, recibí una llamada del jefe de redacción de El Mundo. Decía que en el periódico había una fiesta. Que fuera a acompañarlos. ¡Que habían devuelto el tambor!
Nunca voy a olvidar lo que sentí cuando cogí entre mis manos el tambor. Esa misma noche fui a la casa de mi amigo y lo dejé en sus manos. El Jaibaná Salvador lo recibió ocho días después. Mi amigo me contó que la fiesta de la tribu duró tres días. Eso no me produjo ningún asombro. Las palabras del brujo, cuando cogió el tambor entre sus manos, otra vez, sí me dejaron pasmado. El dijo: "Ese hombre tiene más 'poder' que yo..."
Yo me quedé pensando: "Eso no es verdad. Yo no puedo curar enfermos. Yo no puedo conjurar las plagas de las cosechas. Yo no soy capaz de curar la mordedura de una serpiente, ni sacar el diablo del cuerpo de un hombre vivo. Y si se refiere al poder de un periodista, está muy equivocado porque todos los periodistas hemos escrito miles y miles de noticias y llenamos con tinta, día tras día, miles de toneladas de papel y, sin embargo, no pasa nada, todo sigue igual".
Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que las palabras del Jaibaná Salvador eran muy sabias. Ahora entiendo a qué clase de poder se refería él cuando hablaba de "poder".
El escritor inglés Edward Morgan Forster sabía muchas cosas acerca de ese poder: "El hombre de Neanderthal escuchaba historias, si hemos de juzgar por la forma de su cráneo. Su primitivo público estaba constituido por tipos desgreñados, que, cansados de enfrentarse con mamuts o rinocerontes lanudos, miraban boquiabiertos en torno a una fogata; sólo les mantenía despiertos el suspenso. ¿Qué ocurriría a continuación? El novelista proseguía su relato con voz monótona, y en cuanto el auditorio adivinaba lo que ocurriría a continuación, se quedaban dormidos o le mataban. Podemos calcular el riesgo que corrían si pensamos en la profesión de Sherezade en tiempos algo posteriores. Si la joven escapó a su destino fue porque supo cómo esgrimir el arma del suspenso: el único recurso literario que surte efecto ante tiranos y salvajes. Y aunque era una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios, ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la caracterización de sus personajes y experta conocedora de tres capitales de Oriente, no recurrió a ninguna de esas dotes al intentar salvar la vida ante su intolerable marido. No eran más que un elemento secundario. Si sobrevivió fue gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría a continuación. Cada vez que veía amanecer se detenía en mitad de una frase, dejándolo boquiabierto. "En este momento, Sherezade vio rayar las primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio". Esta frasecita sin interés constituye la columna vertebral de Las mil y una noches".
Forster menciona Las mil y una noches. Sin embargo, esa no es la primera historia que escribió la humanidad. Los hallazgos de los arqueólogos hacen pensar que las primeras historias se escribieron casi todas en verso. Parece que la métrica permitía a los poetas memorizar con mayor facilidad los acontecimientos y mantener la atención de los oyentes. Esta tradición se mantuvo en la India cuna de las civilizaciones más antiguas durante muchos siglos y se propagó luego a Persia y a Grecia. En Grecia, a los poemas épicos se sumaron luego los poemas trágicos, escritos con un estilo de extrema tensión que robaba a los espectadores su "libertad de ánimo". Varios siglos después, en la Edad Media, aún abundaban, en los caminos de Europa y en las cortes, los juglares, los trovadores y los romanceros que contaban leyendas y cantaban, a su modo, antiguas gestas. Los poemas trágicos de Grecia, por su parte, sentaron las bases para el desarrollo posterior del teatro y la novela, al legar a ambos géneros su estructura dramática.
El hallazgo de unas tablas de arcilla con escritura cuneiforme en la región de Sumer (situada en el antiguo territorio de Persia, hoy ocupado por los estados de Irán e Irak) nos da la pista del que tal vez fuera el primer cronista de la especie humana que dejó algún vestigio: un hombre que relató la guerra entre las ciudades fronterizas de Lagash y Umma, hacia el año 2400 antes de nuestra era. En esa época no había periódicos pero el cronista hizo lo mismo que haría hoy un corresponsal de guerra.
Muchos siglos después aparecieron, en Grecia, Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Plutarco. Ellos se llamaban a sí mismos "cronistas" porque escribían "crónicas". De este modo la crónica se convirtió en la primera forma de hacer historia, de contar lo que pasaba.
En occidente sabemos menos de lo que sucedía en esta época con culturas más antiguas y más lejanas, como las del oriente. Pero hoy también se conoce que en las cortes imperiales de China y Persia había cronistas que, por decisión imperial, debían dedicar todo su tiempo a relatar por escrito los acontecimientos más importantes del país. En China, la formación de los futuros emperadores incluía la lectura atenta de los relatos de los antiguos cronistas del imperio.
Pero el papel de los cronistas también fue importante en imperios más recientes y cercanos. El descubrimiento de América produjo en España y el nuevo mundo una explosión de cronistas. Con el tiempo, esta actividad adquirió el rango de oficio. Felipe II creó el cargo de Cronista Mayor de Indias en 1571. El cronista servía al Estado de la mejor manera posible: relataba los hechos históricos que llegaban a su conocimiento con la mayor precisión y verdad que podía. Sin conocer esos hechos, ni el Rey, ni el Consejo de Indias podían gobernar en forma adecuada. Por disposición real, el Cronista Mayor de Indias debía ser "hombre de cultura, buen escritor, de vida honrada en público y en privado", porque se trataba de una "responsabilidad alta y noble". Para que pudiera desempeñar su papel a cabalidad, la corona dotó el cargo con un estipendio de cien mil maravedís y ordenó a los ministros entregar al Cronista Mayor todos los documentos necesarios. El documento, con la firma del Rey, ordenó, además, que el Cronista debería "averiguar lo que en aquellas partes oviere acaecido" y "hacer y compilar la historia general, moral y particular de los hechos o cosas memorables", y escribir "bien y fielmente", de modo que "salga muy cierta" la historia.
La crónica también sirvió a viajeros y naturalistas que vinieron a América a observar y estudiar la naturaleza. Hoy, estos relatos, y los de los llamados Cronistas de Indias, nos han permitido reconstruir buena parte de la historia del continente. La lista es muy larga pero podemos recordar a algunos de ellos: Fray Bartolomé de las Casas, Fray Pedro Simón, Fray Bernardino de Sahagún, el Inca Garcilazo de la Vega, Francisco López de Gómara, Bernal Díaz del Castillo...
Con la llegada de la imprenta a América y la aparición de los primeros semanarios y hebdomadarios, la crónica entró a los periódicos. En Inglaterra, donde comenzaba a gestarse la revolución industrial, había entrado hacía tiempo. De hecho, era el género más importante de los periódicos, al lado de las cotizaciones de la Bolsa de Londres, los remitidos, los obituarios y los kilométricos comentarios editoriales.
En ese país, en 1704, Daniel Defoe, novelista famoso pero también gran periodista, inició una pequeña revolución en el estilo. El experimento comenzó en The Review, la publicación que con el tiempo pasó a convertirse en el primer periódico inglés digno de llevar ese nombre. Defoe comenzó a separar, por primera vez, la sección informativa de la sección editorial, distanciando el campo de las noticias del de las opiniones, apoyándose en la idea de que los hechos son sagrados y la opinión es libre. Parece que Defoe tenía razón en lo que se refiere a la primera parte de esta afirmación, pero no a la segunda. Por difundir libremente sus opiniones fué encarcelado varias veces. Como continuó escribiendo en los periódicos y además se atrevió a publicar un folleto titulado Procedimientos expeditivos contra los disidentes , fue condenado por un tribunal a perder las orejas y a pagar una multa de doscientas libras. Después de todas esas tribulaciones Defoe alcanzó la fama y se ganó la simpatía de miles de lectores. Con su obra literaria y periodística, Defoe cambió el estilo de hacer los periódicos y también la forma de hacer novela. Además dejó para la posteridad una de las más grandes crónicas de la historia, su Memoria del año de la peste. En ella relató la muerte de miles de compatriotas y el terror que se apoderó de Londres durante la "Gran Visita", como el mismo la llamó, en 1665.
La revolución inciada por Defoe se consolidó a fines del siglo XIX con la industrialización de la prensa en los Estados Unidos y en Europa, que permitió la aparición del periódico de un centavo de dólar: un producto dirigido al hombre de la calle, un papel vendido no ya a un número reducido y privilegiado de suscriptores, casi todos miembros de un mismo partido político, sinó voceado en las esquinas. La venta abierta cambió el esquema de los periódicos y, por supuesto, cambió el estilo de redactar las noticias.
Antes de la década de 1800, las informaciones se reducían a remitidos muy cortos, que trataban de relatar los acontecimientos del día en forma cronológica, y que a menudo eran incoherentes. La aparición del periódico de gran circulación, donde el valor monetario del espacio se multiplicó por cien, creó un método nuevo de narrar las noticias en forma suscinta y organizada. En 1894, un libro de texto usado en las primeras escuelas de periodismo de los Estados Unidos, afirmaba confiadamente que casi todos los grandes diarios norteamericanos seguían la costumbre de escribir un párrafo inicial que contenía "el meollo de toda la información": la pirámide de los antiguos cronistas se había volteado al revés.
El impacto del telégrafo y del teléfono también contribuyó a este replanteamiento en la forma de contar las noticias. Tal vez quien mejor encarna la transición entre la prensa antigua y moderna, por esta época, es Joseph Pulitzer, el inmigrante europeo que inventó la "Primera Página" y prendió la mecha de la nueva "revolución de las noticias". Dirigiendo dos periódicos que hasta entonces eran considerados de poca monta (The San Louis Post Dispatch y The New York World), Pulitzer cambió por completo las reglas del negocio de la prensa y creó un nuevo estilo que, con pocas variantes, es el mismo que todavía perdura en muchos periódicos de occidente. La impronta de este estilo está resumida en las palabras que dirigió a los encorbatados escritores del World, acostumbrados a escribir solamente comentarios editoriales de corte decimonónico, cuando los obligó a abandonar sus lustrosos escritorios y salir a la calle en busca de noticias.
El nuevo estilo refinó su aspecto con Adolph Ochs y Arnold Bennet, en The New York Times. Ochs compró el periódico en 1896 por unos cuantos miles de dólares. La circulación no sobrepasaba los ocho mil ejemplares diarios. Apoyándose nada más que en el discreto atractivo del nuevo estilo, basado en la economía expresiva que mutila detalles superfluos y elimina cualquier barroquismo verbal, y en el destierro absoluto de la vieja prosa partidista del siglo XIX, el Times elevó su circulación a noventa mil ejemplares en sólo dos años, con el respaldo de una nueva clase de lectores instruidos e interesados en los acontecimientos de todo el país. Ellos representaban un grupo dispuesto a leer reseñas de noticias políticas en las que no se intentara decidir por ellos.
The New York Times fue, pues, junto con los periódicos de Joseph Pulitzer, el inventor de esa nueva forma de narrar que desplazó a la crónica, volteando la pirámide al revés, y que puso en cintura el estilo panfletario de los redactores políticos. Desde entonces el campo de las noticias se separó del campo de las opiniones. Se entronizó la escuela del llamado "periodismo objetivo". La noticia se convirtió en la punta de lanza del primer campo. El editorial pasó a ser la punta de lanza del segundo.
Por fortuna hubo géneros que quedaron flotando entre los dos campos, y especialmente uno, de origen literario: la crónica. La nueva preceptiva y el nuevo estilo basados en la objetividad impedían que este viejo relato pudiera entrar en el mismo campo de las formas periodísticas que proscribían el tono personal en el lenguaje: "Una actividad regida por manuales de estilo que uniformaban la redacción y reclamaban un lenguaje impersonal, fatalmente desterraba de sus predios a todo género que reflejara y resaltara el sello personal y creativo de su autor", dice el periodista Earle Herrera.
Esta confusión acerca de dónde ubicar la crónica, si en el primero o en el segundo campo, tiene que ver con el papel jugado por la crónica desde su nacimiento y hasta con la raiz griega que la define (Kronos: tiempo). La crónica nació ya lo vimos en el caso de los persas, los griegos y hasta los españoles como la relación de hechos y acontecimientos en el orden en el cual sucedieron en el tiempo. Su finalidad no era presentar opiniones sino informar a los reyes, a las grandes casas comerciales y a las cortes sobre lo que pasaba en el mundo y en el propio país. El relato, pues, seguía el orden de los acontecimientos. La prensa industrial de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX, a la luz de los postulados de la objetividad, terminó por trazar límites rígidos no sólo entre lo que debía considerarse información y lo que era opinión, sino también entre los distintos géneros de los dos grandes campos en los que se dividió el periodismo. La crónica no pudo encontrar una casilla en ese esquema rígido, lleno de subdivisiones. La crónica se mantuvo aparte, en una especie de limbo, y no sólo preservó su estructura narrativa. También preservó una gama de temas de los que nadie se ocupaba. (No puedo evitar recordar algunos de ellos, usando las palabras de uno de los cronistas más grandes de la prensa latinoamericana. Hablo de Roberto Arlt y de las "Aguafuertes porteñas" que publicaba puntualmente en el diario El Mundo, de Buenos Aires, cada semana. Los lectores las buscaban con tanta avidez que el diario duplicaba ese día el número de ejemplares vendidos. Sus títulos lo dicen todo de esas crónicas: "Días de neblina", "El drama del cobrador", "Solcito de arrabal", "El vecino que se muere", "Ropa para obreros", "El placer de vagabundear", "Ventanas iluminadas", "La tristeza del sábado", "El bizco enamorado", "Los señores que trabajan de ladrones"...)
Y así, sepultada en la brecha que se abrió entre la redacción de noticias y la sección editorial, la crónica siguió en la sombra. Y, desde la sombra, comenzó a hacer estragos entre los nuevos campeones de la noticia. Para empezar, se convirtió en el género de batalla usado por los redactores de la sección de noticias judiciales, la "infantería de marina" de casi toda redacción. William Randolph Hearst la convirtió en el anzuelo de sus periódicos para aumentar la circulación. Hearst descubrió que la gente quería noticias, pero que no podía vivir sin historias. Y llenó sus periódicos de historias. Luego, la crónica se apoderó también de las páginas deportivas de los diarios hasta el punto que, de un tiempo en adelante, sobre todo después de Ring Lardner, los redactores de esa sección comenzaron a llamarse a sí mismos "cronistas deportivos".
Finalmente, este viejo relato, de origen literario, que sirvió a los sumerios para relatar sus guerras; a Sherezade para salvar su vida; a los griegos, para contar sus batallas con dioses y profanos; a los viajeros españoles e italianos para contar su asombro ante las maravillas del nuevo mundo que estaban descubriendo y a los reyes de España para tomar las más rectas decisiones en beneficio de su imperio, sirvió también a los periodistas de comienzos de siglo para inventar un nuevo relato, Género Mayor del periodismo escrito de todos los tiempos. Hablo del reportaje moderno, hijo rebelde de la noticia, pero también de la novela realista del siglo XIX; hijo de la entrevista pero, por encima de todo, hijo de la crónica.
El nuevo género nació donde debía nacer: en esa franja loca de la redacción de los periódicos, menospreciada por casi todos, que es la sección judicial, y en esa otra franja, también loca y suicida: la de los corresponsales de guerra. Ambos, los lugares de la redacción donde un periodista está más "tocado" por la vida y la muerte que cualquier otro ser de su especie...
Con el tiempo, y con la difusión de los trabajos de los primeros grandes maestros hablo de Henry Morton Stanley, de John Reed, de Stephen Crane, de Ernest Hemingway el reportaje se abrió paso y se consolidó, sobre todo en las revistas, como uno de los grandes géneros de la prensa escrita. Acabadas las dos guerras mundiales, la prensa diaria lo sepultó en el olvido, como había hecho con la crónica al comienzo del siglo.
Mientras tanto, el llamado periodismo informativo, basado en la objetividad descriptiva, siguió llenando las páginas y continuó funcionando como una maquinaria anónima especializada en seleccionar entre el infinito número de acontecimientos de todos los días aquéllos que, según la maquinaria, merecían ser incluidos en la categoría de noticias.
Los límites a la verdad impuestos por las normas congeladas de este "periodismo objetivo" comenzaron a volverse demasiado evidentes a fines de los años sesenta en el mismo periódico que casi un siglo antes había inventado el discurso informativo. Un incidente sucedido con un policía de la ciudad de New York ilustra el problema: David Burnham, reportero de The New York Times, escribió un reportaje sobre la corrupción policial, en 1970, basado en informaciones obtenidas del oficial Serpico y otros agentes de la policía metropolitana. Los directores del diario detuvieron el reportaje: Serpico no era funcionario público y, si publicaban la historia, temían que se pensara que estaban fabricando noticias y no informando. Dio la casualidad de que Burnham encontró al secretario de prensa del alcalde John Lindsay en una fiesta, en abril de 1970, y le dijo lo que sabía del departamento de policía. Dos días después, Lindsay anunció una investigación oficial. En cuanto recibió el estímulo esperado por todos los diarios matriculados en el desgastado esquema del periodismo informativo un funcionario público había actuado el Times respondió publicando el artículo de Burnham al día siguiente.
Si las reglas del llamado periodismo objetivo dicen que para escribir de un tema hay que esperar a que un funcionario público hable o actúe al respecto, o a que un dirigente político o gremial conceda una declaración o pronuncie un discurso, esto quiere decir que los periódicos han acabado por ceder gran parte del control sobre la definición de las noticias a los funcionarios públicos y a los dirigentes políticos y gremiales.
Afortunadamente, en el periodismo, como en la vida, el antiguo orden se invierte con alguna frecuencia y lo que está arriba pasa a estar abajo, y viceversa. Poco a poco, en casi todo el mundo, después de 1970, frente al desgaste inocultable de los esquemas del periodismo informativo, la prensa escrita y hasta la televisiva han vuelto a echar mano de la crónica y el reportaje. Esto quiere decir que han vuelto a descubrir lo que hace muchos siglos descubrió Sherezade: el poder de las historias.
En Estados Unidos se necesitaron varios años y otra guerra (la de Viet Nam) para que, primero las revistas y luego los periódicos, abrieran otra vez sus puertas a los periodistas que seguían empecinados en escribir historias. Ellos volvieron a enderezar la vieja pirámide narrativa de la crónica, puesta boca abajo por los diarios de la era industrial, resucitaron los géneros narrativos del periodismo y se dedicaron a escribir relatos con estructura dramática. Uno de estos hombres fue Gay Talese. Otro, menos conocido en el mundo de habla hispana, fue Jimmy Breslin.
No quiero terminar esta larga historia sobre la crónica y el reportaje sin hablar de Jimmy Breslin. Pienso que él, sin ser un escritor con un estilo tan cultivado como el de Truman Capote, entendió más que nadie el poder de las historias. Tom Wolfe cuenta que Breslin entró al Herald Tribune a comienzos de los sesentas a escribir una columna local. "Llegó al periódico de la nada, lo que quiere decir que había escrito un centenar de artículos para revistas como True, Life y Sports Illustrated". Breslin había despertado la atención de uno de los editores del diario por su libro sobre los Mets, de New York. Lo que querían de él era un tipo de columna que contrarrestara la pesadez apabullante de la página editorial del Tribune, abarrotada de artículos de Walter Lipman, Joseph Alsop, etc. etc.
Sobre esa experiencia dice Wolfe: "En cualquier caso, Breslin hizo un descubrimiento revolucionario. Hizo el descubrimiento de que era realmente factible que un columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie con su propio y genuino esfuerzo personal. Breslin iba a ver al redactor jefe local para preguntarle qué noticias y citas se habían recibido, elegía una, se marchaba de la casa, cubría la información a la manera de un reportero, y la desarrollaba luego en la columna. Si la noticia era lo bastante significativa, su columna empezaba en primera página, en vez de en el interior. Por obvio que pueda parecer este sistema, era una completa novedad entre los columnistas del periódico, fuesen locales o nacionales. Los columnistas locales resultan aún más patéticos, si tal cosa es posible. Arrancan por lo general con el depósito lleno (...) vendiendo al por menor en letra impresa todos los maravillosos "mots" y anécdotas que han recogido a la hora del almuerzo unos pocos años antes. Después de ocho o diez semanas, sin embargo, empieza a terminárseles el combustible. Se mueven torpemente y dan boqueadas, pobres cabritos. Están muertos de sed. Se les ha acabado el tema. Empiezan a escribir sobre las cosas graciosas que ocurrieron cerca de su casa el otro día, sobre chistes caseros (...), o sobre algún libro o artículo fascinante que hayan estimulado su imaginación, o sobre cualquier cosa que hayan visto en la televisión. ¡Dios bendiga a la televisión! Sin programas de televisión que canibalizar, la mitad de estos hombres se vería perdida, completamente catatónica. No pasa mucho tiempo sin que ese azul tuberculoso, perceptible casi a simple vista, de la pantalla de 23 pulgadas irradie de su prosa. Cada vez que ustedes vean a un columnista tratando de ordeñar temas de su vida doméstica, artículos, libros, o el receptor de televisión, tendrán en sus manos un alma hambrienta (...) Pero Breslin trabajaba como un energúmeno. Se podía pasar todo el día recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse ante una mesa en la sala de redacción local. Todo un espectáculo. Breslin era un irlandés de buena apariencia con una abundante pelambrera negra y las agallas de un luchador nato. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba hasta adquirir la forma de una bola de "bolos". Se ponía a beber café y a fumar cigarrillos hasta que el vapor empezaba a impulsar su cuerpo. Parecía un balón alimentado con oxígeno líquido. Al entrar en ignición, comenzaba a teclear. Nunca he visto un hombre capaz de escribir tan bien sobre la base de una hora de cierre fija. Recuerdo particularmente un artículo suyo sobre la condena, por el delito de extorsión, de un jefazo del Sindicato de Camioneros llamado Anthony Provenzano. Al principio del artículo, Breslin presenta la imagen del sol que entra a través de las viejas y polvorientas ventanas del tribunal federal y que hace resplandecer el diamante en el anillo del meñique de Provenzano: <>
<< Hoy hace un día estupendo para pescar decía Provenzano . Tendríamos que salir y hacernos con unas truchas.>>
<>
<< Siempre en el hombro rió uno de los individuos que estaban en el pasillo . Tony siempre le sacude a Jack en el hombro".>>
La historia continúa. El sudor brota en la cara de Provenzano. El juez lo condena a siete años. Breslin termina su crónica del día con una escena en una cafetería. Allí está comiendo carne y ensalada de frutas, puestos en una bandeja, el joven fiscal que trabajó en el caso: "No llevaba nada que brillara en la mano. El tipo que ha hundido a Tony Provenzano no tiene un anillo de diamantes en el meñique".
Wolfe dice entusiasmado: "Ahí estaba, un relato breve, completo con su simbolismo y todo, y encima sacado de la vida misma, como suele decirse, sobre algo que ha ocurrido hoy, y que se puede comprar en el quiosco a las once de la noche por diez centavos..."
Breslin recibió al comienzo muchos calificativos, casi todos de parte de sus colegas: "un policía que escribe", "un Damon Runyon dedicado a la asistencia social". Y era cierto, Jimmy Breslin no parecía un periodista. Parecía un taxista, con la gorra ladeada sobre un ojo. Breslin no actuaba, en absoluto, como un periodista, por lo menos corriente. Llegaba al escenario mucho antes del acontecimiento, con el fin de recoger detalles del ambiente, ver el ensayo en el cuarto de maquillaje, obtener una historia que le permitiera crear un personaje. Anillos, palmadas en el hombro, sudor. Breslin era otro tipo duro. Trabajaba como los viejos cronistas sumerios y griegos. Vivía preocupado por los detalles. Porque las historias (él lo sabía muy bien) se construyen siempre con detalles. Detalles veraces recogidos con paciencia: en ellos está la verdad.
Gente como Breslin, como Capote, como Talese, fue la que dio la batalla más violenta contra la guerra de Viet Nam. El pueblo norteamericano se enteró de las atrocidades que cometieron sus soldados por los reportajes de Seymour Hersh, Michael Herr, John Sack. No por los comentarios editoriales contrarios a la guerra de los grandes diarios metropolitanos, ni por los cables noticiosos de la UPI o la Asociated Press, recogidos casi todos de boca del alto mando del ejército en salas de prensa, con aire acondicionado, en los hoteles de Saigón. Los reporteros que escribieron estos relatos fueron al frente, con los soldados. Después volvieron y contaron la historia. Su voz de escritores brotó de la experiencia. De este modo inyectaron nueva vida al poder maravilloso del relato.
Cuando los premios Pulitzer comenzaron a llover sobre este puñado de hombres que Tom Wolfe bautizó con el nombre de "nuevos periodistas" a pesar de que estaban haciendo una cosa muy vieja: contar historias , la voz institucional de muchos diarios norteamericanos comenzó a ser reemplazada, poco a poco, por una voz más personal. Una voz que daba cabida a la complejidad y a la contradicción. Una voz que empezó a atraer a los lectores hacia algo que acaso sea más parecido al mundo real que esas informaciones que se atienen "únicamente a los hechos".
En Colombia, para desgracia nuestra y de miles de lectores, no ha ocurrido lo mismo. Los periódicos siguen, casi todos, ignorando por completo los cambios que se han dado en otras regiones del mundo. Y siguen ignorando la vieja lección de Sherezade. Tal vez por eso, a medida que pasan los años, tienen más avisos pero menos lectores. Algunos, para enfrentar las crisis, han dado luz verde a tímidos experimentos de renovación. Pero no nos digamos mentiras: la mayoría continúa aferrada a la misma escuela que inventó The New York Times en 1898 (¡hace ya más de un siglo!) para reemplazar la deteriorada prosa partidista de los periódicos del siglo XIX. Otros ni siquiera han logrado abandonar el esquema anacrónico que desbarató Daniel Defoe, a comienzos del siglo XVIII, en la prensa inglesa, separando la sección informativa de la sección de comentarios.
Mientras tanto, los periodistas asistimos a este espectáculo de violencia y degradación en que se ha convertido la vida del país, sin poder contar la historia. Sin lograr, siquiera, hacer lo mismo que los cronistas judiciales de los años cuarenta y cincuenta: ahora nuestras son ciudades son tan grandes que casi nunca vemos los crímenes y existen barrios de los que no sabemos ni siquiera los nombres. La lista de crímenes, por su parte, se ha vuelto tan larga que la Policía tiene que preparar un resumen, todos los días, con destino a la prensa. Y frente a la violencia y el crimen nosotros nos hemos resignado a repetir casi todos los días, en coro con los boletines de la Policía, ese lugar común de la muerte: "móviles y sindicados se desconocen". Y la vida pasa. Y nosotros, los periodistas, continuamos hundidos en la rutina, convertidos en amanuenses de ese lenguaje muerto inventado por la industria de los periódicos en las postrimerías del siglo XIX. Un lenguaje que ha convertido a centenares de redactores en repetidores de fórmulas y esquemas para producir noticias, que el periodista cumple casi a la letra, como cumple el reglamento interno un obrero que trabaja en una fábrica de salchichas. Y las historias siguen ahí, sin que nadie las cuente. De vez en cuando un periodista cansado de la inutilidad y el anacronismo de esa retórica se arriesga a escribir un libro de reportajes. De vez en cuando un editor agudo le da cabida a una que otra crónica, a uno que otra historia escrita por un redactor empecinado en contar alguna cosa.
Yo dejé de trabajar en los periódicos hace unos años porque no podía escribir más historias. Las noticias de la política, de la economía, la transcripción de los discursos y de las declaraciones de los jefes políticos y los funcionarios públicos, me convirtieron en otro amanuense. Un día comprendí por fin las palabras que dijo el Haibaná Salvador cuando mi amigo le entregó el tambor. El hombre que cuenta una historia tiene más poder. Un poder que no puede medirse con votos, como el de los políticos, pero que a su modo es superior a todo eso. Desde ese día me olvidé de los periódicos y me dediqué a escribir historias.
Los periódicos pueden olvidarse de las historias, de las crónicas, de los reportajes, para abarrotar sus páginas con la retórica partidista de corte decimonónico o con el "nuevo lenguaje" ahora demasiado viejo que inventaron Joseph Pulitzer y los editores del New York Times a comienzos de este siglo. Pero los lectores no se olvidan tan fácilmente de las historias. Los lectores necesitan historias. Saben que en las historias está la verdad. Saben así no hayan estudiado periodismo en la universidad que las historias "no sujetan al lector a un dogma que más tarde descubrirá inexacto; no dictan una lección que después deba olvidar". Saben, como decía el novelista Robert Louis Stevenson, que las historias "repiten, reordenan, aclaran las lecciones de la vida; nos liberan de nosotros mismos". Saben que las historias nos dicen que las cosas no son tan simples como a veces se piensa. Y las buscan hasta en la última página. Aquí se opera la misma lógica del reino de los cielos: los últimos son los primeros. Yo pienso que se cuentan por millones las personas que empiezan a leer los periódicos por la última página, cuando encuentran una historia. Eso se ve en las calles y en los buses, casi todos los días. Cuando observo ese espectáculo reconfortante, yo recuerdo las palabras sabias del Jaibaná Salvador sobre el poder de las historias. Las historias pueden causar estragos. Las historias pueden explicar la vida en todas sus infinitas e inagotables manifestaciones. La gente no puede vivir sin historias. Y a veces, con un poco de suerte, una historia puede convencer a unos ladrones de que devuelvan un tambor. Las historias son muy poderosas. El Jaibaná Salvador, como sucede a menudo con los brujos, esta vez también tenía toda la razón.